Curiosos y parlanchines
Hace algo más de una semana proponía David Cerdá Un plan familiar contra la decadencia, en un magnífico artículo para estos tiempos nuestros postmodernos en los que la resignación no puede ser una opción. Al referirse a la educación doméstica aparecieron de refilón dos adjetivos que se fijaron en mi retina: ser curiosos y parlanchines. He estado rumiando esa combinación de epítetos, pues su apariencia negativa invitaría más bien a erradicarlos de la educación de nuestros niños y jóvenes, eliminarlos pues de la familia y la universidad.
La curiosidad mató al gato; el que poco habla, poco yerra. Ser prudente y callado son virtudes de hombre sensato y cabal. ¿Cómo pues hacer un elogio recomendable del curioso y parlanchín? Vamos a intentarlo.
Curioso:1.Inclinado a enterarse de cosas ajenas.2.Inclinado a aprender lo que no conoce. La primera acepción del diccionario es supuestamente peyorativa, pero no difiere realmente mucho de la segunda. Lo importante en ambas estriba en el estar inclinado. Esa inclinación es a su vez definida como afecto, amor o propensión a algo. Escrutar el DRAE es como coger cerezas de un cesto, pues buscando una, logras tres o más. Por tanto, con la única herramienta del diccionario podemos colegir que ser un curioso es tener amor por lo que se desconoce. Desear sabiduría, saber y sabor, degustación de conocimiento.
Ea pues, recomendemos a nuestros hijos en casa ser curiosos, fisgones, audaces, preguntones, interpelados por todo. Es ello una actitud profundamente universitaria, hágase en las facultades y escuelas. Satisfechas sus necesidades inmediatas, cuando los griegos empezaron a pensar (primum vivere, deinde philosophari) usaban el termino thaumazein (sorprenderse, maravillarse) como inicio de la filosofía. El pasmo, el sentirse interpelado. Nada humano me es ajeno, decía el poeta latino. No obstante, aparece en este punto una dificultad por el evolutivo deseo de al querer ser más especialista quizá ser menos universitario, en un reduccionismo técnico como abeja recluida en la celda de su panal. Ortega se refiere a la barbarie del especialismo en La rebelión de las masas: “(El especialista) llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama ´dilettantismo´ a la curiosidad por el conjunto del saber.”
Parlanchín.
Resulta aún más retador hacer un elogio del parlanchín, cuando afirma esto el diccionario: Que habla mucho y sin oportunidad, o que dice lo que debía callar. Parlanchín tiene una única acepción, y el matiz peyorativo parece hacer imposible su redención. La falta de oportunidad, vaya. Sin embargo, insiste a tiempo y a destiempo nos dice san Pablo, al hablar de cuándo predicar. Ser parlanchín significa que hay que utilizar la palabra, sin parálisis por miedo a no emitir un juicio perfecto. La universidad medieval, decía el profesor Rémi Brague, estaba estructuralmente basada en el debate, su método era la disputatio, un cambio de argumentos fundados en la razón en un ambiente amable entre expertos. La escucha atenta es complemento necesario del parlante, la diástole del debate que posibilita la sístole parlanchina. Escuchar para poder ser parlanchín, o sea domador de palabras, argumentativo y persuasor. Escuchar y tomar la palabra son caras de la misma moneda.
El silencio tiene un inmerecido prestigio. Calladita estás más guapa; en boca cerrada no entran moscas, dice el pesimista y huraño refranero. En boca cerrada no entran moscas ni tampoco aire, es decir ni oxígeno ni conocimiento. Callarse es con frecuencia omisión cobarde disfrazada de prudencia, o silencio orgulloso de consecuencias irremediables como en la rima de Bécquer:
Yo voy por un camino; ella, por otro;
pero, al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: «¿Por qué callé aquel día? »
Y ella dirá: «¿Por qué no lloré yo?»
Queridos amigos míos, curiosos y parlanchines en buen número. Precisamente en estos días de posicionamientos probergoglianos o antifranciscanos, ahí quizá pudo estar un venial ‘pecado’ de Francisco. Católico ergo universal, curioso y a veces malinterpretado por parlanchín. Benevolentes seamos con los parlanchines por los riesgos asumidos frente a los que, callando tantas veces, otorgan pusilánimes e indolentes.