¿Reírse de la muerte?

Juan M. Uriarte

Noviembre es un mes de transición, un mes en el que nos encontrábamos faltos de rituales. Por ello quizá hemos caído fácilmente; pronto nos hablarán del Black Friday (último viernes de noviembre) y del Cibermonday (último lunes del mes) porque tenemos que ser modernos.

Yo no puedo con Halloween. Terminó y este año hasta me ha parecido que tenía menos empuje.  Me cabrea la trivialización de la muerte y la falsa enseñanza que reciben nuestros hijos de la muerte

“Aprendí muchísimas cosas en la Facultad de Medicina, pero entre ellas no figuraba la mortalidad. Aunque en mi primer trimestre me dieron un cadáver seco y correoso para diseccionar, aquello era exclusivamente una forma de aprender anatomía humana. Nuestros libros de texto no decían nada sobre el envejecimiento, ni sobre la fragilidad ni sobre la muerte. A nuestro modo de ver y al de nuestros catedráticos, el objetivo de la enseñanza era que aprendiéramos a salvar vidas, no a cómo atender a su final.” Así comienza el libro Ser mortal. La medicina y lo que importa al final del cirujano Atul Gawande.

Halloween. Reírse de la muerte es lo más necio que hay. Disfrazar a nuestros niños con disfraces de terror me parece una gilipollez; sé que sólo se pretende un afán lúdico, pero es del todo inapropiado.

Puede ser porque ya hace algún año que cumplí los cincuenta, puede ser porque trabajo de médico, pero yo de la muerte no me río ni un pelo. “Desde la cima de los cincuenta se vislumbra ya la muerte” decía ¿pesimista? realista, el perspicaz Miguel Delibes.

 Yo, de la muerte no me río, no me hace ni sonreír una chispa. Por eso cuando veo a los críos disfrazados con sangres y cicatrices, y con guadañas no le veo la gracia. Ni puñetera gracia. Convertir la muerte en un kindergarten me revuelve las tripas. La muerte es algo muy serio y ; nos hace sufrir: “No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta” en los versos elegíacos del genial oriolano.

 

 

Como sociedad hemos renunciado al acervo cristiano, hemos apostatado de nuestras raíces cristianas, porque somos mas guays, mas modernos, muy científicos y tenemos explicaciones para todo. Porlosco.

Unamuno, era una especie de agnóstico creyente o creyente agnóstico que nunca cesó de darle vueltas al asunto: “La cuestión humana, que es la mía, la tuya y la mía y la del otro y la de todos (…) ¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de donde viene y adónde va lo que me rodea y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.”

“¡Viva la muerte!” gritó el legionario Millán Astray. Y Unamuno saltó de la silla: “¿Quién ha dicho esa gilipollez?” le respondió en mi versión libre adaptada. ¿Qué necio ensalza a la muerte? ¿Quién osa enseñar a los niños -ajenos en su inocencia- que la muerte es divertida y día de disfraces?

Necesitamos perspectiva y mirar a lo Alto.  “Enséñanos Señor a calcular nuestros años.” La muerte existe porque hay vida; no podemos hablar de una sin la concomitante y obligada existencia de la otra. Aunque la certeza de la muerte nos entristece nos consuela el gozo de la futura inmortalidad, dice el Prefacio de Difuntos.

La certeza de la muerte nos entristece, ¡qué humana verdad!, porque estamos hechos para la vida y en nuestro interior se postula la vida. No somos un conglomerado de átomos de carbono. Contemplemos la vida con perspectiva y aprendamos también de los clásicos “contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando” sin aspavientos. Rezan los frailes en Completas: “No temerás el espanto nocturno.”

¡Quién pudiera como san Francisco ver la muerte, tránsito necesario, con total fraternidad! La hermana muerte osaba llamarla el santo de Asís.

¡Qué diferente esa contemplación esperanzada y hacia la vida frente al estrafalario Halloween, extranjero, terrorífico, infantilizado y falso!

 

Juan M. Uriarte