Montanaro: TRISTE REFLEXIÓN. CUANDO SE CIERRA PARA SIEMPRE LA PUERTA DE LA CASA DE LOS ABUELOS

TRISTE REFLEXIÓN. CUANDO SE CIERRA PARA SIEMPRE LA PUERTA DE LA CASA DE LOS ABUELOS
Me ha llegado por casualidad la premisa y mi imaginación ha volado hacia mi infancia y juventud.
Es así, los abuelos te ven crecer, los afortunados, sabiendo que te dejarán antes que los demás, a Dios gracias. Tal vez sea por eso que te aman más que cualquier otra persona en el mundo.
En la semana que acabamos de recordar la labor de los padres con San José, se impone apartarse por una semana de la miseria sánchista y sus canallas seguidores para rendir un homenaje a los abuelos y a sus casas, templos de felicidad más que hogares, refugios, más que eso, lugares de liturgia familiar imposibles de igualar que, con su cierre, eran y son el epílogo de una historia familiar de lealtad, bondad, unión y sobre todo, felicidad.
Uno de los momentos más tristes de nuestras vidas llega cuando se cierra para siempre la puerta de la casa de los abuelos, la vida, su paso es imperturbable. Al cerrarse esa puerta, se cercenan los encuentros con todos los miembros de la familia, que, en ocasiones especiales y no tan privativas, enaltecían y enaltecen los apellidos, como si de una familia real se tratase y no ficticia ni reinventada como hoy, y enaltecidos siempre por el amor a los abuelos y de los abuelos, cual bandera.
Me viene a la mente las eternas jornadas de domingo, la misa de 12 y la llegada paulatina de los hermanos mayores con los sobrinos, los nietos, hasta diecisiete, el aperitivo con toda la familia en el Taurino, la Cabaña del Lago, la Tana e incluso en el periplo se hacía estación de penitencia en la Bodega de Juanito antes del Puerto Rico o el Ideal, a veces en el Apolo y más tarde, ya alejados del lago en el Nido, increíbles gulas…, la compra de generosas bandejas de dulces y salados en Cañizares para la sobremesa y la tarde, una larga tarde de “julepe”, café y coñac, la comida familiar donde los más pequeños se adelantaban siempre bajo el dominio e influencia de la abuela y más tarde los mayores, felicidad a coste cero, que diría un buen cartagenero de nobleza indiscutible.
Cuando se cierra la casa de los abuelos, se acaban las tardes de alegría con tíos, primos, nietos, sobrinos, padres, hermanos, e incluso, son los primeros contactos de novias y novios, algunos pasajeros, pero, que se embaucan de ese ambiente familiar de amor y paz, de felicidad. Ni siquiera salir a la calle, una calle familiar sin tráfico era necesario, estar en la casa de los abuelos es lo que toda la familia necesitaba para ser feliz, era un respiro, era una almohada mullida, era un refugio incluso en épocas de tormenta.
Huelga hablar de los reencuentros en Navidad, regados con el olor a espumillón y licor, a mantequilla y cordiales, a mazapán y peladillas, esas que no se comía nadie, la música la ponía la abuela Andrea, alma sin parangón de la familia, armazón de unión sin límite, con la botella de anís azuzada con la cuchara de palo y las cacerolas viajando a través del largo pasillo que comunicaba la cocina con el salón comedor. Cuesta aceptar que esta felicidad tenga fecha límite, caducidad, que algún día todo estará cubierto de polvo convertido en un suntuoso recuerdo de tiempos mejores. Hoy algunos padres y abuelos intentamos que siga así, no con aquel éxito, pero sí con el nuestro.
El las semanas pasaban, pasan mientras esperas estos momentos, y sin darnos cuenta, pasamos de ser niños a mayores, a sentarnos junto a los adultos, padres y abuelos en la misma mesa, jugando desde el postre hasta la cena, el tiempo no pasa y es sagrado, a ser nosotros esos protagonistas y siempre pensando no estar a la altura.
Las casas de los abuelos siempre están llenas de muebles y de sillas, nunca se sabe si un primo traerá a la novia, o a un amigo o al vecino, porque en la casa de los abuelos todos eran y son bienvenidos. Siempre habrá café, o alguien dispuesto a hacerlo, siempre había un dulce, un anís, o un caldo. Saludas a la gente que pasa por la puerta, aunque sean desconocidos, porque la gente de la calle de tus abuelos es tu gente, la gente de la calle Montanaro era y es nuestra gente, nuestra familia.
Cerrar la casa de los abuelos es decir adiós a las canciones con la abuela en el patio con el sol alumbrando el pasillo y la cocina, y sus consejos y apuestas filosóficas pero reales que durante la vida nos marcan como un decálogo esculpido en en su alma, el dinero a escondidas de los padres como si de una ilegalidad se tratase nos hacía felices, a llorar de risa por cualquier tontería, y a llorar por la pena de los que se fueron demasiado pronto, pero recordándoles como presentes. Cerrar la casa de los abuelos es que se han ido. Es despedirse de la emoción de llegar a la cocina y destapar las ollas, y disfrutar el plato de ese día. De aquellos “pijos en salsa” que siempre había para comer, por preguntar, te tocaba ir a la panadería por el asado.
“Asínque”, si tenéis la oportunidad de llamar a la puerta de esa casa de los abuelos, aprovecharla cada vez que podáis, porque entrar ahí es tener a tus abuelos esperando para besaros, cuidaros y mimaros, es sentir la sensación más maravillosa que puedas tener en la vida. Una sensación que no todos pueden disfrutar.
Ahora nos toca ser abuelos, y ya nuestros padres no están, somos la cabeza y es duro, nunca perdamos la oportunidad de abrir esas puertas a nuestros hijos y nuestros nietos y celebrar con ellos el don de la familia, solo en la familia es donde los hijos y los nietos encontrarán el espacio acertado para vivir el misterio del amor con los más cercanos y los que les rodean. Hay que disfrutar y aprovechar la casa de los abuelos mientras se pueda.
Sí, por un momento he viajado e intentando haceros viajar a las calles de ese barrio, de ese pueblo, de esa ciudad que, con sillas en mano, eran capaces de reunir al vecindario de charla y embelesados en torno a la magia de las estrellas o del sol, del crepúsculo vespertino y del atardecer... Donde los recuerdos, aún hoy juega con la imaginación; recuerdos que a veces infunden miedo, otra diversión, otras veces asombro, en una noche de verano, por ejemplo, allá en lo alto de la calle. Lo que sí es cierto es que esos rescoldos de toda una vida no se van nunca. Esos abuelos estarán por siempre en nuestra alma, son parte de nuestra existencia, aunque ya no estén físicamente al igual, que seremos parte de la existencia de hijos y nietos.
Sí, son aquellas familias tradicionales que todos recordamos porque lo hemos vivido, esas familias que en la actualidad han sufrido una transformación a otro nivel, hoy, en numerosas familias la distancia geográfica hace de muro y separación y sólo pueden encontrarse un par de veces al año como mucho. Es el pago a la globalización mundial del empleo y las necesidades económicas. Pero es un pago injusto por una gestión nefasta y deficiente de quién ha de velar por nuestros intereses.
Así se cruzan los caminos del tiempo donde hay un silencio que llega con los años, y no es sólo la ausencia de ruido, es la suave transición entre lo que éramos y en lo que nos hemos convertido. Alguien hablaba del desapego, sutilmente. La reunión que dirigías y que se sustentaba en la oratoria ahora parece estar de más y sin nuestra presencia. Es el ritmo de vida a pesar de encontrarnos operativos. Nuestra contribución laboral y sustancial no está en el presente inmediato, está en las estelas que dejamos en nuestro navegar y en nuestra derrota, ves como tu mundo operativo e incluso el distópico empresarial, que durante décadas ha sido tan vital pasa a lo inerte, a la ingrávido, está en constante cambio. No es una derrota disruptiva tan de moda hoy, es una liberación verdaderamente resiliente, tan de moda también. Este es el momento de hacer introspección, expulsar al ego, difícil sin duda y forrarnos de serenidad, a pesar de la disposición que tengamos, unos más que otros. No es tiempo de demostrar ni de señalar, al contrario, es tiempo de enseñar, compartir, de vivir. El verdadero logro no es presumir ni ser vanidoso, es de inspirar en el cambio radical que nos anega
Hemos de prepararnos para ese olvido impuesto por la sociedad, olvido o reevaluar lo que realmente importa. Quizás ahora podemos ser quienes de verdad somos. Sin máscaras, sin títulos, sin hipocresías, mentiras, falsedades y disimulos sólo la particularidad de nuestro ser. Los viejos amigos, aquellos que no preguntan “quién eras” sino “cómo estás” son los que se convierten en joyas preciosas, quizás hasta entonces si no despreciados si obviados y de pronto, son como gemas que resplandecen como luceros en el ocaso de la vida.
Más tarde si llegas, es ley de vida que sea la familia la que, en las prisas, se aleja un poco más. Pero ahí es donde la sabiduría nos abraza con fuerza y nos pone en nuestro lugar. El amor a la familia no es posesión, si bien al contrario y alejándonos del egoísmo, es libertad. Así los hijos y nietos, siguen, deben de seguir sus vidas, como nosotros la nuestra. La distancia enseña que el verdadero amor es generoso, no exigente.
No quiero escribir un epitafio y menos el mío, pero ojo, al final del baile, del capítulo escrito con sudor, lágrimas, risas y recuerdos y lo que nunca es eliminado y nos hace eternos, son las marcas que dejamos, nuestros hechos, nuestra estela.
Mientras haya aliento, energía, mientras el corazón lata, vivamos. Aprovechar los encuentros y disfrutar de los placeres más simples, lo que queda no son los logros, ni los títulos, ni los aplausos. Lo que queda son los vínculos, los momentos compartidos y sobre todo nuestra luz
Sé luz, sé presencia y tendrás eternidad. Nos enseñan desde pequeños que el éxito se mide en metas alcanzadas, en aplausos recibidos, en prestigio acumulado. Y así, corremos, competimos, acumulamos… hasta que un día nos damos cuenta de que, al final, nada de eso es lo que realmente queda. Así, los títulos se vuelven papeles olvidados. Los logros se desvanecen en la memoria. Los aplausos se silencian con el tiempo.
Pero lo que queda, lo que realmente deja huella, son los vínculos que construimos, los momentos que compartimos, la luz que difundimos. Como bien dijo el escritor brasileño José Luis Ricchetti en Los caminos del tiempo:
“Porque, al final, lo que queda no son los logros, ni los títulos, ni los aplausos. Lo que queda son los vínculos, los momentos compartidos, la luz que difundimos. Sé luz, sé presencia y tendrás eternidad.”
Cada día tenemos la oportunidad de decidir cómo queremos ser recordados, nuestros abuelos y su casa abierta era un ejercicio permanente de aprendizaje y no por lo que conseguimos, sino por lo que inspiramos, tampoco por lo que acumulamos, sino por lo que compartimos.
La Casa de los abuelos solo aspira, la mía, a ser el refugio, la paz, cruzar el umbral de la casa de los abuelos es seguridad, tranquilidad y refugio pero no olvidar una premisa, ¡solo los abuelos pueden saltarse las normas!