¡ LLEGÓ EL FIN DE SEMANA, NOS VAMOS A “ LA CORTINA”!
¡ LLEGÓ EL FIN DE SEMANA, NOS VAMOS A “ LA CORTINA”!
Hoy han vuelto los recuerdos a mi memoria. Todo ha comenzado cuando mi hija, con sus recién estrenados 16 años, me ha pedido permiso para ir mañana con varios amigos a Cala Cortina a bañarse, comer un bocata y pasar allí la tarde.
A Cala Cortina ha dicho. Vaya, vaya. ¡Qué finos son ahora! Porque a mí de pequeña me decían, “venga, ponte el bañador que nos vamos a La Cortina “
Y todavía no sé cómo, pero me han salido un montón de preguntas que todavía estoy atónita de haberlas escuchado de mi propia boca:
“¿Desde por la mañana hasta las cinco de la tarde? ¿Y sin sombrilla? ¿Todo el día allí “aperreados?”
¡Noooooo, por favor noooooo!, no he sido yo, yo me siento joven. Sólo que eso de estar allí todo el día “ asolaná”! Ja, ja.
Y entonces, bonitos recuerdos de mi infancia han despertado mi memoria dormida . Justo ahí, en ese momento en el que mi padre encendía las luces de su SIMCA 1000 para atravesar un túnel que entonces me parecía muy largo. Donde pasabas de la oscuridad, a la luz y el sol de este paraíso de la ciudad.
En mi memoria de niña recuerdo paseos largos por la orilla de aquella playa, que formaba una semi circunferencia y la coronaba una roca enorme a la que teníamos que nadar mucho para llegar a ella.
Un lugar que olía a sardinas asadas y chopitos, y donde ninguno nos librábamos de llevarnos pegado en los pies esa sustancia viscosa y negra que llamaban “ Galipote”.
i Si alguien se ha librado de luchar con esas manchas en las plantas de sus pies, que lo diga!
Para mí era el momento que rompía la magia de una mañana de sol y playa, de nadar y capuzarme, de dar vueltas sobre mí misma con aquel flotador de cisne blanco.
Ese momento en el que te frotaban con un algodón y aceite de oliva, o tú mismo con las piedrecitas de la playa, y que he querido borrarlo para siempre. Porque si ya entonces me horrorizaba que me tocaran los pies, imaginad la sensación de esa fricción sin demasiado tacto que sufríamos la mayoría de los niños que estábamos allí.
Os he hablado de un largo paseo y de una roca que nos retaba a llegar nadando hacia ella.
¡Cómo cambian las perspectivas con el paso de los años!
Porque el paseo por la orilla, largo, lo que se dice largo no es. Y la roca, en cinco brazadas ya la has alcanzado. ¡Ay, bonita infancia que todo lo ves diferente!
Pero lo que sí es cierto, es que tenemos un paraíso espectacular cerquita de casa, un lujo que a veces nos olvidamos que está allí esperando a vernos llegar.
Yo elijo las mañanas de noviembre, cuando el silencio y la calma son los protagonistas de este rincón especial.
Entonces me siento en una roca, a la orilla de la playa, o junto a uno de los muros con los pies colgando y me pierdo mirando al horizonte.
Me pierdo en mis sueños, en mis proyectos, en las ilusiones, en todo aquello que me hace feliz.
Es un remanso de paz del que nadie me despierta, porque sólo algún bañista asiduo o el sonido de los que preparan las mesas para el aperitivo en el “Mares Bravas” me sacan de esa hipnosis transitoria en la que me adentro.
Quien me conoce bien sabe que hay una cosa que me hace realmente feliz. Y no es un bolso de Gucci, ni rosas rojas, ni un anillo de diamantes.
Es sentarme en éste, mi lugar especial, abrir una bolsa de gusanitos, sentir el burbujeo del primer trago de una Coca Cola en mi boca y abrir un libro que me haga viajar y sentir la vida.
A veces me basta con observar a los gorriones que se posan cerca de mí para “robarme” los gusanitos. Siempre hay alguno que no consigue coger ni un trocito, así que me fijo en el más gordo, el abusón, e intento lanzarle uno bien grande al más desvalido, al miedoso y al tímido. Me hacen mucha gracia, a veces comparten un gusanito entre varios, y otras, cuando cogen uno entero con su pico, alzan el vuelo hacia la roca más lejana o a la palmera más alta, altivos por haber conseguido su mayor tesoro.
Cala Cortina es nuestro trocito de mar observador de vidas e historias. Es un paisaje con mil caras que nos las muestra con orgullo cada día. En su amanecer, en los cálidos y rojizos atardeceres, con la llegada de cruceros inmensos que atracan en nuestro puerto deseosos por disfrutar de nuestra ciudad.
Pero a mí, trocito de magia con aguas cristalinas, me enamoras en los días de lluvia y viento, donde la bravura y tu fuerza elevan tus olas dibujando un cuadro con tu espuma que no puedo parar de mirar. Es entonces cuando las gaviotas bailan y sus graznidos aderezan de música un marco incomparable de belleza.
Cuando los gatos de ojos verdes se cruzan en mi camino, y nos observamos sin que emitan ni un leve maullido.
Y estuvimos demasiado tiempo sin vernos, nuestro trocito de tesoro nunca olvidado. El tiempo se detuvo para todos, pero tú fuiste el primer lugar al que quise volver cuando por fin pudimos ser un poquito libres. Mientras tanto te imaginé, subí a lo más alto de mi azotea para verte, olerte.
Y cuando llegué a ti de nuevo, me sentí tímida. Sentada en una esquina como queriendo pasar desapercibida, sola y relajada te volví a sentir, mezclándose la sal de mis lágrimas con tus aguas cristalinas, fruto de la emoción del reencuentro.
Estuviste protegida, nuestra cala mimada, por las baterías de Santa Ana y Santa Florentina, observada a lo lejos por el Faro de Navidad, la batería de Fajardo y el monte Roldán. Y desde lo más alto, por el castillo de San Julián y Trincabotijas.
Y ahora, nos toca volver a mimarte y a protegerte. Y es sencillo, pero es cosa de todos, que nuestro mayor tesoro luzca limpio y cuidado como se merece.
FELIZ DOMINGO DE VERANO
EVA GARCÍA AGUILERA.