CON EL CHACACHÁ DEL TREN

CON EL CHACACHÁ DEL TREN
Desde muy niña me han encantado las estaciones de tren. El día que venía familia de fuera era para mí una ilusión. Me gustaba más recibirlos que despedirlos. En general, en la vida, son más bonitos los encuentros que las despedidas.
Recuerdo ese sonido que avisaba que el tren llegaba a la estación. Mis padres me cogían de la mano y me apartaban de las vías, a las que yo un rato antes me gustaba asomarme y verlas de cerca.

Una vía única que si la seguía con la vista dibujaba una bifurcación. Esos dos raíles, esos caminos para elegir que siempre nos acompañan en la vida.
La llegada del tren era una alegría. Un ir y venir de personas con maletas de piel marrón, agarradas con fuerza de un asa. Algunos salían rápidos hacia la puerta de salida de la estación. Otros se deshacían en abrazos con su familia. Hablaban y hablaban, como si en ese minuto pudieran contarse todo lo que les había pasado en los últimos meses.
Y yo, yo me pisaba sin darme cuenta un zapato con otro, con los ojos muy abiertos esperando a ver de qué vagón bajaba mi familia.
A partir de ahí, todo era alegría. Tardes de helados y paseos por el puerto, de meriendas en los Techos Bajos, café en el patio de mi abuela, baños en Islas Menores, comprar la muñeca de recuerdo vestida de marinera que tocaba la trompeta…
Y de nuevo las despedidas. Yo siempre me apuntaba. Ese halo que se respiraba junto a las vías era indescriptible. Íbamos con tiempo, y acompañaba a mis tíos a su vagón para que dejaran las maletas. Recuerdo que había dos bancos que se miraban uno con otro. Entrar allí era como si estuvieras en tu propia salita de casa y hubieras invitado a tomar café a algunos amigos.
Yo me sentaba allí un rato, hasta que llegaba el momento del abrazo. Ya no volveríamos a saber nada de ellos, hasta que un día cualquiera el cartero nos trajera una postal o una tarde llamáramos por teléfono.
Vamos a colgar ya, tía, que es conferencia, decían.
Yo no tenía ni idea de lo que era conferencia, pero sí que hablaban un ratito y quedaban que a la siguiente vez llamarían ellos.
¡Qué época más bonita!
Pasó algún tiempo, y no sé si por mi ilusión por la estación de tren y sus vías infinitas o por vivir la experiencia en familia, mis padres organizaron un viaje a Madrid para los cuatro. Subí ilusionada al vagón con mi juego de parchís y tres en raya magnético especial viajes en la mano. Y entonces sentí que no era como antes. ¡Habían desaparecido los vagones con aquellos bancos que se miraban entre sí! ¿Cómo íbamos a jugar los cuatro al parchís si lo que había ahora eran asientos de dos en dos como en los autobuses?
Reconozco que me sentí algo decepcionada con los vagones y con lo de las fichas magnéticas del parchís, que con el chacachá del tren más de una salió rulando por el pasillo.
…
Esta mañana me he despertado pronto. Es domingo, pero no me apetece adentrarme en el jaleo de las calles del centro de la ciudad. Y sin saber cómo, mis pies me han llevado hasta la estación de tren. La he observado a lo lejos, y parece que de repente mis recuerdos han hecho un hueco en esa memoria de mi niñez.
Es un edificio modernista de Víctor Beltrí, muy bonito, que a primeros de siglo XX sustituyó a la estación primitiva, por esta de mayor envergadura. Porque el ferrocarril llegó a Cartagena de la mano de ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (M.Z.A) el 24 de octubre de 1862. Y la reina Isabel II hizo un viaje para inaugurar el trayecto de Cartagena y Murcia. Sin embargo el ferrocarril no se pondría en funcionamiento hasta un tiempo después. Concretamente el febrero de 1863.
He atravesado esa puerta tranquila, y he caminado despacio siguiendo el camino de sus vías. Siguen las bifurcaciones, pero falta alegría. No hay mucha gente, no escucho ese sonido de antes y las maletas ya no son de piel. Llevan ruedas, no hay que levantarlas en peso, e incluso algunos llevan parte de su vida en una mochila.
Y de repente los he visto. Una pareja sentados en un banco esperando a que el panel avise de la llegada de su tren

En un momento ellos han devuelto la vida a ese lugar que lleva años sin levantar cabeza. Los andenes han sonreído, los trenes les han observado. Las historias han vuelto. Los reencuentros, el abrazo, los besos de despedida, las promesas de volver a verse.

Porque somos historias escritas en el tiempo. Y ellos hoy, sin saberlo, estaban escribiendo la suya, mientras una niña con calcetas por las rodillas pisándose un zapato con el otro, cantaba muy flojito… al compás del chacachá, el chacachá del tren.
FELIZ DOMINGO