POR EL BARRIO DE SAN ANTÓN

POR EL BARRIO DE SAN ANTÓN

 

POR EL BARRIO DE SAN ANTÓN

Llevaba varios años que mis pies caminaban con ilusión hacia un lugar de mi infancia donde guardo mis mejores recuerdos. Pero al llegar justo al semáforo cerquita del “escudo “de La Alameda de San Antón, una fuerza infinita y una tristeza enorme me invadía. ¡ Cuántas veces he dicho, hoy es el día!. Hoy es el día en el que quiero que mis pies vuelen hasta la puerta de la casa de mi abuela.

¡Sólo necesitaba volver a ver esos dos escalones donde tantas veces me senté “al fresco” con ella, devorando ese bocadillo de tortilla a la francesa grasientito que sólo las abuelas saben hacer!

Y hace unos días me dije, “ Eva, hoy sí que sí”. Claro que eso llevo diciéndolo más de cien veces, sin exagerar, y nunca mi corazón resistía esa fuerza de sentimientos presionando tan fuerte.

Crucé el semáforo, inicié lenta mi paseo por esa calle repleta de casas de planta baja, y cuando iba llegando a la puerta, sin pensar “toqué el timbre”. Un timbre que seguía sonando igual que antes, y una puerta algo deteriorada por el paso de los años, que quizás ya no tiene el mimo de quién vivió allí la mitad de su vida. ¡Qué locura!, pero la mente es así, reacciona de la manera más imprevisible.

Y ahora estaréis pensando, ¿le abrieron la puerta a esta cabeza loca, intensa e impulsiva que camina por nuestra ciudad y a la que le ocurren cosas maravillosas?

Pues sí, la puerta se abrió, y una chica de carácter afable y mejillas sonrosadas me saludó esperando saber la razón de mi visita.

Y entonces empecé a llorar y llorar, estaba viendo desde fuera las puertas blancas de entonces, los mismos suelos, hasta llegué a divisar la cocina  y a lo lejos esas puertas de aquella despensa donde nunca faltaba algo para merendar y esa café siempre imprescindible.

¿Sabéis ese llanto inconsolable que no te permite articular palabra? Pues eso justo me ocurrió.

¿Y sabéis lo más bonito de todo?, pues que Anastasia  me invitó a entrar y como en una película cualquiera, me sacó un paquete de esos de pañuelos para llantos incontrolados.

Y allí estaba yo, sentada en el comedor de mi abuela, donde tantas veces abrí ese primer cajón de su aparador porque era fácil encontrar unos chicles o algún caramelo. No eran sus muebles no, pero podía respirar esa esencia, tantos y tantos momentos, escuchar su voz aguda y ver entre una nube de humo del gran fumador que fue , a mi abuelo sentado en su silla , apagando su cigarro Ducados en un artilugio especial que tenía sobre la mesa camilla de faldas de cuadros y tapete de ganchillo.

Y entonces, entre ese hipo que nos queda después del sollozo, y ante la cara dulce de aquella chica, acerté a decir: “aquí vivió mi abuela”.

Y entonces se desató la magia, ella sonrió, yo le conté, ella se disculpó por el desorden de cuando estás de limpieza y no esperas que se presenten en tu casa personas como yo, ja, ja.

¿Sabéis qué paz interior tuve en ese momento? Pues eso es lo que ocurre cuando tienes claro que no podría haber mejores personas ocupando y dando una nueva vida al que fue el hogar de mis abuelos, mi madre, mis tíos y por supuesto a todos los nietos de los que estaban tan orgullosos.

“Qué guapos y listos han salido todos”, decía siempre mi abuela.

Y es que Anastasia es Ucraniana, y lleva siete u ocho años viviendo aquí. Vino a estudiar y trabajar y, ¡ es que no sé si estas cosas me suceden solo a mí!

Pero justo unos días atrás había llegado su abuela, su hermana y un perrito después de un viaje interminable de miedo, inseguridad, incertidumbre y desarraigo. Una familia que vivía feliz y acomodada en Kiev y que estaban intentado salvar su vida, acababan de llegar a esta casa.

Y entonces fue cuando me contó que su padre seguía en Ucrania, por la edad y el sexo no le permitían salir del país. Y que entendía ese sentimiento que yo había compartido con ella, pues su otra abuela seguía en aquel desastre, y daría lo que fuera por ir a su casa, darle un abrazo y disfrutar de esa hogar, de esos recuerdos que quizás desaparecerían para siempre.

Nos intercambiamos los teléfonos, les ofrecí mi ayuda, y me invitaron a volver otro día y merendar con ellas en ese patio interior donde tantas veces cené con mis abuelos en las noches de verano, donde los geranios lucían con sus colores alegres y nos reíamos a veces, de pequeños, al ver tendida la ropa interior de mi abuelo.

No he vuelto, no sé si lo haré, en ese momento me quedé plena, feliz, agradecida, pero los sentimientos fueron tan intensos que no creo que esté preparada para ello.

Y al salir, fui directa como si estuviera en mi casa, en aquella que una vez lo fue. Anastasia comenzó a decir algo como “espera que la puerta tiene…”, pero yo ya la había abierto. Sí, por el paso de los años, las lluvias, la puerta tenía “truco”, y ya había yo repetido aquello de entonces, empujar con la rodilla y tirar hacia mí al mover el pestillo hacia la izquierda. Nos miramos y sonreímos, ya  no había nada más que decir.

Salí, suspiré, y entonces quise hacer un recorrido por aquel Barrio de San Antón que se abría frente a mí.

Empecé a caminar por esa acera estrecha, la de siempre, llegando a una plaza donde entonces había columpios, y donde lo mejor era entrar a esa casa de puerta de madera donde vendían golosinas. “La casita azul” se llamaba. Pensé en tocar el timbre, pero quizás ya eran demasiadas emociones ese día.

Allí me compraba los Peta Zetas,  y mi abuela me decía que esas explosiones en la lengua producían enfermedades, ja, ja. Y todavía los compro, seguramente sin darme cuenta, por aquellos recuerdos.

Subí hasta la iglesia, mi abuela era mucho de escuchar misa. Así que si no estaba en casa ni en la de su vecina Fina, ya sabíamos donde encontrarla. Y aunque la encontré cerrada y algo deteriorada, mi imaginación y mis recuerdos no tardaron en asomarse.

La Iglesia de San Antón, erigida en el año 1.746 por el Obispo Juan Mateo López y Sáez. Allí se casaron mis padres, y allí cada año no falta la tradición de la bendición de los animales y disfrutar de esos maravillosos rollitos bendecidos.

Ummm, y es que estaban riquísimos. Y no sabían igual si los comprabas en otro sitio, porque esa esencia de comprarlos allí…Recuerdo la ilusión de ir mordiendo uno detrás de otro, para sacarlos del cordel al que iban atados.

Son esos momentos que quedan para siempre, esas tradiciones de “hasta San Antón Pascuas son”, disfrutando de las luces festivas, de los puestecitos, la feria y ese olor a pulpo asado. ¡Bendita infancia!

Y era momento de hacer un viaje por los recuerdos al completo, así que al bajar paré un instante en la Hospitalidad de Santa Teresa. Y es que mi abuela siempre me contaba que allí ayudaban a todos aquellos que no tenían donde dormir, sobre todo a personas que estaban de paso y tenían necesidades.

¿Sabéis  que este lugar data del año 1.916? Y sí, acoge a una media de 250 personas diarias sin hogar, transeúntes y con una situación vulnerable. Y me han contado que desde hace unos años, tienen más fuerza porque se convirtieron en Fundación.

Me quedo un rato parada, hay bastantes personas en la fila para entrar, y me entra mucha tristeza. Hay un señor de unos 70 años que me observa, yo creo que piensa que no me atrevo a ponerme a la cola, porque sí que es cierto que mi cara, aunque ya he contado que estaba en paz, se muestra triste.

De haber estado más fuerte sentimentalmente hablando, me hubiera atrevido a acercarme a él y saber de su historia. Pero como digo, demasiadas emociones, que luego no canalizo y uffff.

Y no podía terminar mi recorrido sin acercarme a los alrededores de la cárcel.

Dicen que la cárcel de San Antón era de las más pequeñas de España, pero de las más seguras.

No sé yo, mi abuelo de vez en cuando me decía, “Eva Mari”, sí, Eva Mari me decía el hombre, pero por favor que esto se quede aquí y nunca más.

“Eva Mari, se ha escapado un preso de la cárcel”. ¡Abuelo, por favor, esas cosas no tenías que contármelas, que yo siempre he sido un poco paranoica y ya sospechaba de todo el que viera por alrededor!

Siempre me gustó pasear por allí, arquitectónicamente hablando, esa cárcel que terminó su construcción en el año 1.936 por el arquitecto de la Dirección General de Prisiones Vicente Agustí Elguero, me llamaba mucho la atención.

Esas torretas de vigilancia, esa piedra fuerte para crear esos muros…Era pequeña, pero me encantaba pasear y mirar hacia arriba por si veía alguno de esos presos que mi abuelo contaba que saltaban desde lo alto. Nunca vi ninguno.

¿Sabéis que hubo un acontecimiento horrible el 18 de octubre de 1.936 donde 49 presos fueron sacados de sus celdas y llevados al cementerio de Nuestra Señora de los Remedios en Santa Lucía y los ejecutaron? Aquello fue algo que se recordaría en cada aniversario, hechos fatídicos consecuencia de la guerra.

Sin embargo, ya por los años cuarenta los presos que allí ocupaban las celdas eran más bien por querer “ser dueños de lo ajeno”, por bañarse en las playas sin las “medidas de decencia” oportunas, por traficar con gallinas….

Y algo que me ha llamado la atención y yo no sabía. Tuvimos en aquella cárcel que hoy se me ha partido el alma de ver como parte de sus muros estaban siendo derruidos, nada más y nada menos que “El Lute” y “El vaquilla”, casi nada, jaja.

Hoy me hubiera faltado dar un paseo con mi abuela hasta la fuente de La Alameda, y asomarme para mojarme las manos con el agua de esa joya arquitectónica que se construyó para celebrar que el agua llegó a la ciudad gracias a la Mancomunidad del Taibilla.

Hoy me hubiera comido un bocadillo de tortilla, como aquellas noches de sábado, balanceándome en la mecedora de la salita con la música de fondo de Informe Semanal.

Y como me decía mi abuela, “mañana es domingo”, a lo que yo contestaba con lengua de trapo...”mañana arroz”.

FELIZ DOMINGO DE ARROZ.

EVA GARCÍA AGUILERA.