"SIEMPRE VUELVEN"

Buenos días y gracias por asomaros un domingo más a mi ventana.

Tengo que decir, que siempre he pertenecido a ese inmenso grupo de personas a las que nos encanta “darle al tacón”. En pocas palabras, que me encanta la ciudad, sus calles abarrotadas de comercios de grandes escaparates , el vaivén de sus gentes, la cerveza en taburetes en las terrazas de los bares, el “barullo “, que decimos por aquí.

No sé si es por la edad, que como dice un buen amigo mío, “estoy a punto de darle la vuelta al jamón”, o por esta anecdótica y surrealista situación que nos ha pillado a todos por sorpresa, pero lo que sí es cierto que hace tiempo que me invade la necesidad de perderme en un pueblecito de esos con encanto y poca gente que siempre visitamos cuando vamos de viaje. ¿Sabéis que hay más de mil pueblos en España con menos de cien habitantes?

Estamos rodeados de pueblos abocados al abandono, otros ya abandonados y muchos que ofrecen trabajo y vivienda para volver a llenar esas calles vacías de un poco de “barullo” de la ciudad.

Y entonces, uno de esos días que buscas silencio y te tropiezas con uno de los pocos habitantes de estos bonitos lugares, te das cuenta que para ellos su pueblo no está abandonado, es imposible que lo esté.

​SIEMPRE VUELVEN

Paro tranquilo, mis pies se agarran al suelo con toda la fuerza que más de ocho décadas tienen .La madera de la garrota, compañera, amiga y observadora de los últimos año me sostiene del vaivén.

Respiro y sonrío, los afianzados surcos que dibujan mi rostro se elevan con señales de felicidad.

¡Ay!, pajarillos que anidan ajenos a todo, construyendo su mundo de libertad con sus plumas de colores, revoloteando por la plaza de mis recuerdos.

¡Ay!, árboles espigados que seguís echando raíces en el solitario camino de la esperanza. El sonido y el olor guían mis taciturnos pasos hacia el cristalino riachuelo donde volaban piedras con cantos redondeados.

Volaban piedras, salpicaban risas.

Salpicaban risas donde las rodillas cubiertas de barro eran testigo de la inocencia entrelazada con ilusión.

Ilusión por escuchar crujir las hojas pintadas del color del otoño, por el baile de las letras ordenadas de nuestro eco.

Eco, eco en mi silencio golpea ahora mis recuerdos, pero también mi presente.

Porque tú, mi pueblo, mi alma, mi vida...., tú no estás sólo.

No estás sólo porque nos agarramos con fuerza al alféizar de la ventana, para observarte, para vivirte. Alféizar de la ventana de nuestra vida.

Porque hoy, en los juegos de mi imaginación, vuelvo a subir al columpio de nuestra historia. A subir tan alto, a tomar impulso y oler el ir y venir de experiencias.

Eso eres tú, espectador de la vida, abrazo en el tiempo, acaparador de secretos.

Secretos contenidos, secretos vividos, secretos compartidos.

El abandono comienza cuando te dejas morir, cuando los recuerdos se esfuman como el humo del primer cigarro que fumamos a escondidas.

El abandono empieza y termina en almas marchitadas por el hastío y el cansancio.

Almas desoladas que no cuentan historias, que vivieron sin vivir, que caminaron sin rumbo, que dejaron de reír.

Mi alma está alegre, me acompaña a un pasado de inagotables aventuras. Me acompaña al sosegado presente de la experiencia, me guía hacia un futuro indescriptible de emociones cruzadas donde tu presencia se acurruca en mi interior para no abandonarte.

Me recuerda que aquí, en este camino infinito de árboles, en este camino donde en el campanario sin campana anidan cigüeñas y crean vida echando a volar, en este camino comencé una aventura, VIVIR.

Levanto la vista y recuento los pequeños escalones agrietados por el paso de la experiencia que me guían hasta mi hogar.

Porque es mi hogar, ruidoso en su silencio, agitado en su tranquilidad, brillante en el gris del anochecer y rebosante de experiencias.

La cazuela de barro encima del hornillo cuece sin prisa, humeante, desprendiendo un olor que resucita el jolgorio de épocas pasadas.

El chisporroteo de la leña en la chimenea susurra melodías rebosantes de sensaciones y, los cuadros rojos y negros del mantel de la mesa del rincón reflejan los rayos de luz desde la ventana.

Fijo mis ojos en las dos mecedoras que tantas veces se balanceaban al unísono con el impulso de nuestras miradas encontradas.

Miradas cómplices, miradas cristalinas, miradas que todavía me inundan de nostalgia, porque sigo oliendo a ellas.

Manos entrelazadas ardientes, frías en los pliegues del paso del tiempo, llenas de experiencia subiendo y bajando por la montaña de nuestra vida.

Rebosantes de secretos compartidos, de lágrimas contenidas, de gritos a la esperanza y de sueños no siempre cumplidos.

¡Ay!, princesa de mi cuento sin acabar, ¡cómo te echo de menos!

Me aferro a tu sonrisa picarona, a tu desparpajo inquieto, a tus promesas cumplidas.

Me agarro tan fuerte a tu presencia, que este pueblo observador de nuestras hazañas locas, de nuestras interminables luchas, de nuestras inagotables vivencias, se mantiene vivo.

Vivo porque hay capítulos sin cerrar, de nuevas vivencias que contar, de mucho que recordar. Y es entonces cuando los nudillos golpean la puerta de madera y una nube de frescura inunda mi hogar.

Inundado de abrazos, de guiños, de risas, anécdotas.

Deditos diminutos pintan sonrisas en el aire y ojos de ilusión abrazan a este abuelo que disfruta de su soledad. Porque ellos, SIEMPRE VUELVEN.

Vuelven para alimentarse de esta paz, de este silencio que los pueblos de antes nos dan.

EVA MARIA GARCÍA AGUILERA