Montanaro: NAVIDAD, UNA MIRADA PERDIDA AL PASADO
NAVIDAD, UNA MIRADA PERDIDA AL PASADO
«Feliz, feliz Navidad, la que hace que nos acordemos de las ilusiones de nuestra infancia, le recuerde al abuelo las alegrías de su juventud, y le transporte al viajero a su chimenea y a su dulce hogar» Charles Dickens.
Así es cada Navidad y hoy toca hablar de esa mirada lejana que limitaba al norte con la infancia, al este con la paz y la tranquilidad del hogar, al oeste con la añorada familia hoy mermada, pero rehabilitada por el tiempo y el propio paso de la vida y al sur, con la esperanza, con la quietud, la seguridad y con la añorada paz. Se reavivan los recuerdos en una mirada perdida y lánguida al pasado, pero no por ello triste. La Navidad proporciona ese sentimiento de añorada melancolía, es un balance en una hoja de Excel ficticia adornada de espumillón y cava, es un “debe” y un “haber” de lo logrado y de lo perdido a lo largo del año y de la suma total de la vida. La melancolía y la nostalgia no debe relacionarse con la debilidad, si bien con la decencia y la honestidad.
Dickens desea que el amor verdadero y la verdad sean finalmente más fuertes que cualquier infortunio. Para Charles Dickens el amor y la verdad eran variables dependientes, que debían estar por encima del mal, debiéramos aprender en estos días de melancolía y nostalgia, de sentimientos encontrados entre el feliz, alegre y reconfortante recuerdo, en el fehaciente y pertinaz presente y el dudoso futuro, la felicidad es un regalo que debemos disfrutar cuando llega, si llega, es la paz y la alegría del momento. Hay una reflexión sobre lo poco que llegamos a disfrutar de los momentos felices.
Y ahí está mi recuerdo, mi nostalgia que es, sin duda, la de cualquiera que pueda leer este escrito, y más si es de mi calle, de mi barrio, de la Repla. En estas fechas los recuerdos galopan sin dirección marcando los obstáculos sorteados en 60 años, trabas que fuimos eludiendo con esfuerzo y sacrificio y que han facilitado estar aquí hoy, es tiempo de añorar y recordar a aquellos que nos dejaron y sobre todo, su impronta, su huella, su eterna presencia en cada gesto del día, en cada sabio mensaje recordado, en cada actitud presente, una huella profunda recordada con alegría y gratitud que no, una roma cicatriz ni un dolor mezquino, todo lo contrario, mantener su espíritu inmortal que hoy me sigue guiando y dando consejo y ética, el amor y la verdad, la sinceridad y el linaje, esos grandes momentos de la infancia, sin duda mi recuerdo hoy nostálgico a lo que se fue, pero a lo que también está, y sin duda, hoy más importante que lo de ayer, cosas de la edad.
Mi recuerdo se remonta a mi padre escribiendo las infinitas felicitaciones de Navidad en el salón de mi casa con caligrafía seria y gentil que nunca tuve y siempre envidié, en una enorme mesa de alas extensibles que nos acogía a la familia en celebraciones, delante de una televisión en blanco y negro que nos hacía compañía, atrás una radio que alegraba las mañanas con la música de fortuna y las tardes con las radionovelas que eran quizás el único momento de sosiego hogareño de mi añorada madre, allí, junto al insolente y necesario mueble bar repleto de licores y bebidas casi desconocidas algunas, donde glorioso se alzaba y flanqueado por la de Calisay, Cointreau, Menta y Licor 43 además de una alta gama de anís, dulce, seco, semiseco del Mono, Marie Brizard, Castellana e incluso La Cartagenera, pero como un coloso en la cúspide, un gran bote de melocotón en almíbar que más tarde serviría de jarrón de fortuna y que nunca supe porque se alojaba allí, era producto estrella en aquella cesta de Navidad que traía mi padre como un mana divino. Los turrones y demás viandas navideñas que las cestas acompañaban tenían su morada también allí, en una esquina de ese imponente mueble bar o arcón…, a esto se sumaba el adorno fortuito de la Navidad en vísperas de la Inmaculada, entonces no había puente constitucional donde los espumillones, mucho más simples que los actuales ocupaban su lugar tal como caían, en un cuadro, en la lámpara o sobre alacenas y muebles, siempre acompañados de alguna bola, piña o estrella de cristal coloreada, quizás hoy un tanto rancio para los exegetas de la decoración, pero inmensamente agradable para los simples de mente y alma como el abajo firmante. Y claro, altivo se alzaba el árbol donde todo cabía, adornado con espumillón de casi groseros matices brillantes, y a su pie un Nacimiento.
Un Nacimiento que adornaba todas las casas, todas las plazas, colegios parques y todas las instituciones y, no ofendía a nadie como ahora, víctima de la miserable alma humana, un Nacimiento que era y es signo de identidad de nuestra cultura, de nuestro sentimiento humano solidario y amable reflejado en un niño que llegó a sacrificarse por la Humanidad, ayer como hoy, hoy como ayer, sin pedir nada a cambio, un matrimonio, José y María que huían del tirano dictador asesino marcó la senda de nuestra cultura, nuestra religión y la de nuestra espiritual alma. Un Nacimiento que representa los valores que fundaron nuestra civilización, el esfuerzo y la lucha durante milenios por la libertad, el respeto a la vida y a la humanidad, a la diferencia entre lo reverente y lo deshonesto, un Nacimiento que representa lo que somos realmente, a pesar de las demagogias.
La Navidad es sin duda una mirada nostálgica a la infancia, un nostálgico y cariñoso recuerdo a los que no están pero que nunca nos dejaron, muy añorados, a esos amigos de la infancia que hoy tengo la suerte de mantener después de 60 años y por supuesto, a los adquiridos en el camino, un repaso a la vida consumida, a los éxitos y logros y también, muy destacado, a los fracasos y frustraciones, que no son pocas.
Aquellas vacaciones de entonces, con unas notas escolares nada generosas eran de alegría y esperanza, la etérea infancia tenía eso, alegría, trasnochar en la cama con largos ejemplares de Mortadelo y Filemón y demás personajes de Ibáñez, esperar a mi padre al pie de la calle del Ángel al mediodía, siempre en taxi desde los extramuros donde estaba situado el Economato de Marina, y callejear, jugar todo el día en la calle.
Unas fechas que suponen volver a nuestras raíces, humildes y sencillas, a nuestra Familia y a nuestros amigos, a nuestra calle, al olor a Navidad, al taller del polifacético artista cartagenero Paco Alarte preparando las novedades del Belén, entonces en el Lago, junto aquellos kioscos llenos de zambombas y panderetas, aquellos adornos de fortuna que parecían más dejados al azar o tirados que perfectamente colocados, a las felicitaciones navideñas en papel, al mueble bar lleno de licores, a cuál más dulce y más nocivo pero a cual más bueno, a las eternas peladillas que solo se comían en pre-resaca, borrachos, vamos…, a esa fuente de champán en Nochevieja creada con copas chatas, entonces no había cava ni gilipolleces ni gilipollas con denominación de origen, al asado de panadería, a la amistad…
Hoy queda la nostalgia de los que no están pero que nunca se han ido, un legado que queremos dejar como ellos, nuestra impronta, hemos de reconocer la fortuna que nos acompañó a mi generación y por la que hemos de dar gracias. No nos damos cuenta de la suerte que tuvimos algunos, pero éramos muy afortunados, habían y no pocos, que las Navidades suponían una dura etapa en el calendario por infortunios económicos y humanos, por la pérdida de seres queridos que nublaban la indiscutible felicidad de la infancia, yo lo tuve bien, mis hermanas y hermanos mayores no tan fácil, pero quiero pensar que felices. Hoy, hay que mirar con nostalgia y romanticismo al pasado, pero con la cabeza y el pensamiento firme en el presente y sin perder el futuro de vista en un intento de adelantarse a él, solo un intento por lo incierto del momento en que vivimos. Esta es la fotografía de mi generación. Este es el relato de cualquiera que pueda leer esto, ya sea en la calle Montanaro, Linterna, Ángel o Alto, en La Media Legua, La Unión, en el Barrio de Santiago el Mayor o en algún enclave manchego o extremeño, por eso os deseo una muy Feliz Navidad, un muy exitoso y próspero año 2023 lleno de salud y libre de parásitos con notable despegue económico y sobre todo, con mi agradecimiento por soportar estos libelos criticones semanalmente. Erma Bombeck decía que, “No hay nada más triste en este mundo que despertarse la mañana de Navidad y no ser un niño”, yo sigo siéndolo y sigo manteniendo ese niño dentro de mí, incluso en alguna que otra trastada, no lo perdáis. Que Dios os bendiga
Andrés Hernández