LA POSADA JAMAICA

La Ventana de Eva
La Ventana de Eva

LA POSADA JAMAICA

Blas Gázquez, tercera generación de La posada Jamaica, me cuenta desolado los sentimientos que emanan cuando lo pierdes todo.
El día de su cumpleaños se desplomó el techo de la cocina donde se han fraguado las mejores recetas.
Y el día de mi cumpleaños fue la última vez que estuve en aquel lugar con historia, donde Blas me agasajó con sus mejores manjares y las historias más increíbles.
Y hoy, me gustaría volver a compartir aquel relato que escribí en la sección dominical La ventana de Eva, para que nunca lo olvidemos.
Fuerza, Blas, la historia te arropa y la fuerza y la experiencia pondrán de nuevo en valor el lugar que te vio nacer.
La ventana de Eva


 

¡Menuda mañana de viento! Lo sencillo sería posponer mi cita, pero ¿os podéis imaginar la ilusión que tengo por llegar a aquél lugar y empaparme de historias increíbles?

Así que me he colocado un abrigo con capucha, y debajo un gorro de lana. Protegerme por si me cae una maceta de un balcón no me va a proteger, pero al menos no voy a llegar con el pelo alborotado, como un algodón de azúcar.

Y me he alegrado de ser una valiente. Otros por menos se acobardan y no salen de casa. Y claro, se pierden vivencias como la que hoy he vivido yo.

Llego despojándome del gorro y me recibe un chico con aspecto afable que me abre sus puertas y me lleva al salón para contarme todo lo que quiero saber. Él es pausado, tiene preparado en su cabeza un esquema de todo lo que me quiere contar, porque ya sabe que soy muy curiosa. Pero claro, no cuenta con que yo le atropelle a preguntas continuamente, como si corriera para llegar al final.

Así que me dice, espera, no tengas tanta prisa y escucha. Sí, creo que será mejor así, ja, ja.

El chico se llama Blas, tercera generación de este lugar en el que me encuentro. Un restaurante de la ciudad con una terraza increíble y un salón que me llena de sensaciones nada más entrar. Hay fotografías antiguas y una pintura al fondo que luego me acercaré a verla con detalle.

¿Ves esas ventanas que tienes justo enfrente?, me pregunta Blas. Pues eran las puertas de entrada al convento, me contesta sin que llegue a poder articular palabra.

¡Y claro que me quedo muda! Porque yo venía a escuchar anécdotas de marineros que venían a esta casa de comidas hace muchos años y me quedo con la boca abierta al escuchar la palabra convento. Así que me acomodo en la silla y me dispongo a no perder detalle, porque, amigos y amigas, menuda historia tenemos tras este lugar, donde dicho sea de paso, huele que alimenta.

 

El lugar en el que estoy en este instante, frente a unas ventanas de madera, fue el Convento de San Joaquín, ocupado por la orden de Carmelitas Descalzos. Descalzos, no descalzas, ¡porque eran monjes!

No podría deciros la fecha exacta, pero sería alrededor de principios del siglo XVIII, porque me cuenta Blas, que en el año 1712 salió de este convento una procesión para combatir una plaga de gorriones del campo de Cartagena.

¡Estas cosas me chiflan!

Cuentan que el convento ocupaba toda la manzana, y lo que se construyó para hacer un mercado años después, en aquel momento eran los baños de los monjes. Por eso  se bautizó aquel lugar, con la calle de los Baños del Carmen, en recuerdo del Balneario.

Mira a tu izquierda y ubícate. Esa calle se llama Huerto del Carmen, porque en aquel momento allí se encontraba el huerto de los monjes del convento.

A ver, para que os pongáis en situación. ¿Os acordáis los que sois de esta ciudad cartagenera del túnel de la calle Canales, que fue derribado a finales de 1999? Pues ese túnel era el acceso a aquella calle, en la que los monjes cuidaban su huerto y en el que muchos años más tarde, por 1950, dos grandes maestros de la pintura tuvieron su estudio. Sí, los grandes Ramón Alonso Luzzy y Enrique Gabriel Navarro.

 

Y para terminar de rizar el rizo, cuenta el gran cronista de Cartagena, Federico Casal, en su libro  Historia de las calles de Cartagena, que por 1738 habitaba frente al huerto un hombre, José Canales, y que de este apellido tomó la calle el nombre de  Canales, por la que hoy entramos a este restaurante agarrado a los siglos pasados.

¿Y sabes que la Iglesia del Carmen en aquella época tenía la función de Iglesia del convento?, me sigue ilusionando Blas.

Le doy gracias a la vida, a mi curiosidad y a las personas generosas que comparten todo esto conmigo, porque es increíble.

Nuestra iglesia del Carmen era un templo que se terminó de construir en 1710 en el Arrabal de San Roque, hoy nuestra calle del Carmen. Y cuando en el siglo XIX el convento fue vendido como propiedad privada, la iglesia continuó su funcionamiento.

¿Y a que no imagináis lo que ocurrió más tarde? ¿Qué sería de aquel lugar donde los monjes llevaban una vida tranquila, de oraciones…?

Pues que llegó el jolgorio, el cante, el trovo, las mujeres, los lugares de apuestas, el arte, y dicen que incluso puede que se fraguaran en aquel lugar las cartageneras, de la mano de El Rojo el Alpargatero. Cantaor de flamenco español, reconocido, admirado, con gran recorrido por el mundo del cante. Rojo le llamaban por el color de su pelo y alpargatero porque en el negocio familiar se dedicaban a fabricar alpargatas. Un hombre que en 1882 se traslada a la localidad vecina de La Unión, instala una posada y un café cantante, y que años más tarde  lo hace en Cartagena.

Se ha establecido en La Unión

El Rojo el Alpargatero,

canta como un ruiseñor

no trabaja de minero

pues el cante es lo mejor

 

Cuentan que era uno de los mejores intérpretes de los cantes mineros, aunque me dice el gran Antonio Piñana, que nunca hubo una grabación para poder corroborar ese arte del que tanto se habla.

En estos casos, todo se basa en tradiciones orales difícil de contrastar. Aunque sí que contamos con pruebas escritas de cantes dedicados a este gran artista.

 

En la calle Canales

cantaba Paco el Herrero.

Lo acompañaban Chilares,

El Rojo el Alpargatero

y Enrique el de Los Vidales.

*******

En la calle Canales

se me perdió mi sombrero.

Quién se lo vino a encontrar;

El Rojo el Alpargatero

y no me lo quiere dar.

 

 

El cantaor estuvo unos años por aquí, pero volvió a La Unión con su familia,  hasta su fallecimiento.

Y así, como apunta Blas, tiempo después la posada cae en buenas manos, María la Posadera. Una mujer que crió a su hijo en aquel lugar en el que venían a descansar aquellos hombres con sus carretas, dejándolas en las caballerizas y disfrutando de una buena cena y una cama limpia.

Me dicen que entonces, la posada se llamaba Posada de la Lonja Baños del Carmen.

Pasado el tiempo el abuelo de Blas, Blas Gázquez, que vivía en Francia, viene a España por vacaciones. Y María La Posadera le ofrece que se quede con la posada.

Mi abuelo compró la posada por 1500 pesetas, dice Blas con ese brillo especial que se le enciende cuando me cuenta que su abuelo ha sido su referente. Corrían los años 30, su abuelo trabajaba mucho, pero la posada y la casa de comidas era demasiado para él. Así que vendió la posada a un amigo y él se dedicó a alimentar con buenos guisos caseros a los trabajadores que hacían su descanso en esta ciudad bonita con olor a mar.

Así comenzó la primera generación de este lugar en el que hoy me encuentro.

 

Y sí, llega ese momento especial que siempre espero y nunca me decepciona, el anecdótico. Aunque hoy estoy impresionada desde el minuto uno cuando crucé la puerta de entrada.

Volviendo al tema, que me disperso. La guerra civil había terminado, corría el año 1939. Cuenta  Blas que llegaron a la casa de comidas de su abuelo tres infantes de Marina con un apetito voraz, pidiendo que les prepararan huevos fritos con patatas. Su abuelo preparaba caldos de pescado y otros guisos, porque los carreteros comían durante el día lo que podían en el carro y en la cena era cuando reponían fuerzas para el siguiente día.

Pero como buen anfitrión,  el señor Gázquez satisfizo el deseo de aquellos chicos jóvenes que servían a la patria.

Y esos infantes volvieron con más compañeros, y Blas Gázquez les abrió sus puertas con todo el cariño que desprendía.

 

Una tarde aquellos marineros llegaron a la posada más contentos de lo normal. ¡Habían ido al cine antes de pasar a cenar su plato preferido!

Se estrenó en el cine Maíquez una película de Alfred Hitchcock aquella semana. Y les ilusionó tanto la coincidencia de la trama… ¡Un matrimonio que regentaban una posada!, que entre risas, bocadillos y patatas fritas rebautizaron a aquel lugar como LA POSADA JAMAICA.

¡Me quedo locaaaaa! ¡Me súper fascina!

Me doy cuenta de que Blas me mira, pensará que soy una flipada. Un poco sí que lo soy, pero es que es tan especial todo lo que me cuenta.

 

Y se le ponen los ojos brillantes otra vez al recordar y narrarme que su abuelo trabajaba duro en aquella posada. Era su vida. Su abuela Florentina era de Galifa, y venía a la ciudad a recoger la ropa de la posada y a otras personas de la ciudad para lavarla. Se enamoraron, me dice su nieto. Y se casaron.

 

El abuelo reconvirtió aquel lugar. Era una ciudad marinera, esos chicos habían encontrado su lugar, ese donde te sientes como en casa. Bocadillos calentitos de magra con tomate, de lomo con queso, platos combinados, calamares a la romana, ensaladilla rusa…

Y nació su padre, Diego Gázquez. Con los años llegaría la segunda generación. Diego y Leonor trabajarían en aquel lugar muchos años. Continuaron la tradición alimentando a aquellos marineros que pasaban muchos meses fuera de su hogar. Pero con los años, el servicio militar dejó de ser obligatorio, y en la ciudad dejaron de verse aquellos marineros que vestían de azul marino en invierno y de blanco impoluto en verano. ¡Cuántos corazones rotos dejarían aquellos jóvenes! ¡Cuántas historias de amor a lo oficial y caballero! Ains, que me pongo romántica. ¿Por dónde iba? Ah, sí, que el matrimonio trabajó para reconvertir aquel lugar en un restaurante con una carta bien cuidada para recibir a familias, trabajadores, amigos, que quisieran degustar platos y tapas cocinados con cariño.

 

Sólo Diego y Leonor saben cuántos actores de cine y teatro han pasado a comer  por allí. Que siempre que venían a actuar al Teatro Circo, era el lugar obligado para degustar los platos que salían de aquella cocina. José Luís Garci, Concha Cuetos, Narciso Ibáñez Serrador, María Galiana… Y alguien de quien habla con especial cariño Blas, Lina Morgan. Yo creo que es porque hizo feliz a su madre Leonor, gran fan de la actriz, y le dio una sorpresa entre fogones.

Y sí, con los años ese niño que idolatraba a su abuelo, que inhaló el ambiente de un negocio familiar, se convirtió en la tercera generación de LA POSADA JAMAICA,  a partir de 2016.

Entonces respiro y miro ese lugar. Y le digo, ¿pero tú te das cuenta del tesoro que tienes aquí?

Que cuando vienes a comer, lo haces en un salón que fue un convento. Que mientras disfrutas de un menú el fin de semana, entre  tostas de mozzarella con tomate y anchoas, secreto a la plancha, dorada o un risotto al funghi, puedes sentir la paz de los monjes o la alegría del cante flamenco con El rojo el Alpargatero

¡Madre mía, me parece tan increíble! Que desde la terraza maravillosa que tienes al entrar, mientras tomas el aperitivo al solecito o tapeas una noche con tus amigos entre cervezas y vinos alumbrado por pequeñas lucecitas, una tosta marraja o california, con unos croquetones ibéricos o una sartenica del mar, puedes sentir y oler la flor del azahar de aquel huerto mimado por los monjes…

Vaya, me he venido arriba. Miro a Blas que me observa con una sonrisa que no termina de arrancar. No es consciente hasta donde llega mi ilusión, pero es que estos lugares son los que marcan la diferencia. Y lo siento, no pienso contenerme. Por eso hoy, todos los que habéis disfrutado como yo, descubierto como yo, imaginado como yo, que sepáis que tenemos un sitio en el que reunirnos con amigos y quizá, quien sabe, esos platos vayan aderezados de paz celestial o desenfreno flamenco.

FELIZ DOMINGO

EVA GARCÍA AGUILERA