LOCURAS Y MANÍAS DE UNA CINCUENTEAÑERA

Eva
LOCURAS Y MANÍAS DE UNA CINCUENTEAÑERA

LOCURAS Y MANÍAS DE UNA CINCUENTEAÑERA

 

No soy una persona maniática, ni supersticiosa. Creo que soy bastante normalita, creo. Bueno, a ver, hay algunas cosas que no sé si sólo me ocurren a mí. Me gusta vincular cada olor a un recuerdo, casi todas las canciones me evocan momentos especiales… Pero lo que de verdad me encanta y  me deja hipnótica, es cuando llega la época en la que los kioscos se visten de coleccionables de todo tipo. Sí, esos que me dejan embelesada. En un gran cartón, casi siempre colorido, no falla nunca el fascículo número uno de la colección, acompañado siempre de una muñeca, un vaso, un libro o una pieza de algo que necesitarás pedir un préstamo si quieres tenerla completa.

Parece mentira que esté en ese proceso de no acumular cosas innecesarias, de vaciar armarios de prendas que sé que nunca me volveré a poner. Porque entonces llego y destino un cajón entero a esos coleccionables. Pero a ver, os cuento, que sólo compro el primero, jaja.

Tengo unos moldes para hacer tartas, que dicho sea de paso nunca hago, de Hello Kitty, tan monos. Bueno, bueno, y un pantalón de Lucas. Para los que lo hayáis olvidado, era el novio de la muñeca  Nancy. Y nunca lo tuve, no sé para qué quiero yo ese pantalón ahora. Será la nostalgia de aquella época en la que  pensaba que le daría una alegría a mi muñeca, pero nunca llegó a casa. Ni en mi cumple, ni en Navidad… Mi madre era más de comprarme muñecas grandotas, tipo Dulzona, ¿os acordáis de ella? ¡Menudo cabezón tenía!

Pero permitidme que vuelva a los coleccionables. Tengo el penúltimo que compré, el más extraño. Una pieza minúscula de una figura de Mazinguer Z, con un kit de mini destornilladores y un manual de instrucciones que ni Tadeo Jones descubriría dónde utilizarlo. Oye, pero ¿y ese momento de felicidad en el que salgo del kiosco con mi cartón enorme y el póster de la figura de uno de los ídolos de mi infancia? Eso no tiene precio. Bueno, sí que lo tiene, 1,99 euros. El mejor dinero gastado en felicidad aquella mañana. Claro, que cuando llego a casa y lo observo, me siento un poco pirada. No soy capaz de hacer un puzle de cien piezas, imaginad el muñequito de los  puños fuera.

 

 

Pero atentos, hace unos meses creo que compré el primer número del mejor coleccionable de mi vida. Si no contamos los platos de Pocoyó y Winnie the Pooh que compré a mis niñas de bebés. Sólo tienen el plato, jaja, ya sabéis por qué. Sí, sólo compro el primero. Luego te intentan engañar con una publicidad subliminal y  suscripciones que llegan a tu casa por un precio que, como dicen ahora los quinceañeros, ya no me renta.

Pero a lo que iba, hace un tiempo mi chico me compró el primer número de la colección de vestidos de Nancy. Estaban agotados, casi me da algo, pero un día llegó con ese cartón que rebosaba nostalgia y me hizo la mujer más feliz del mundo. Si es que me ilusiono con estas pequeñas cosas, qué le vamos a hacer. ¡Una pasada! Un conjunto que incluía botas, chubasquero y gorrito en charol verde, con cuadritos vichy en su interior. ¡Alucina, vecina!

 

Subí al altillo, saqué aquella caja grandota con las muñecas de mi infancia, y allí estaba ella. Despeinada y desnuda, un poco abandonada, pero perfecta. Lo de perfecta es porque realmente a mí nunca me gustó jugar con muñecas. Me sentía ridícula hablando con ellas, nunca hubo un feeling especial. Yo era más de hacer cometas con mi abuelo Ginés, con palos de caña y papel de seda. Las únicas cometas que he conseguido que volaran. Luego hacíamos la cola con retales de tela de mi abuela y algún trapo que pillábamos viejo. También era de jugar a la peonza y sobre todo a las canicas. Me encantaban las canicas, colarme en los juegos con los niños y conseguir las de colores brillantes.

 

No era mucho de cocinitas tampoco, ni de costura y esas cosas. Me gustaba organizar concursos con los chicos y chicas del barrio, juegos, tómbolas y luego invertir ese dinero en preparar una merienda. Ahora que lo pienso, era una organizadora de eventos con nueve o diez años y no me había dado cuenta.

A ver, que me despisto. Que mi Nancy estaba intacta, salvo el pelo un poco estropajado, pero… Dicen que el hábito no hace al monje. Discrepo. De repente la cogí, la peiné como nunca había hecho antes, la observé y poco a poco la fui vistiendo de ese verde brillante.

De estar en una caja de plástico con cierres herméticos en un altillo a estar hoy en el escritorio donde escribo historias para vosotros. ¡Lo que puede cambiar la vida en un instante!

Mirad qué feliz está, le digo a mi familia a menudo. Observándome, escuchando cómo tecleo el ordenador, cómplice de mis historias, oliendo a vela de coco en una mañana lluviosa o lanzando sonrisas a mi muñequita de Ainara, esa niña preciosa protagonista de la canción de mi amigo Borja e interpretada con el gran ídolo de mi adolescencia, David Summers.

Ellos me miran, y no me contestan. Pensarán que estoy loca, y un poco sí lo estoy, ya va siendo hora de asumirlo.

 

Y entonces, como todo se contagia, mis niñas sacan sus Nancys de sus cajas. Ellas tampoco han sido mucho de jugar con esta muñeca en cuestión, y parece que nadie lo sabía, porque hemos llegado a tener en uno de esos cumples multitudinarios que gracias a Dios ya se cortaron hace años, cuatro NANCYS. Rubias, morenas, pelo rizado, liso…

Y entonces es cuando me fijo y me molesto un poco. No, me molesto mucho. Porque llevo con mi muñeca vestida de charol verde varias semanas y la veo preciosa. Esbelta, resultona…

Cojo una de las de mis hijas, la miro y… Les han reducido sus muslos, les han rasgado los ojos, operado los labios y subido el culo y dejado en la mitad. ¿Por qué?

 

Su cara natural, con mirada inocente, sonrisa y naricita preciosa, se ha convertido en todo menos en una niña de las de siempre. Me enfado un poco, noooo, me enfado mucho. Guardo el excedente de Nancys sin utilizar de hace una década, cojo la mía, le echo unas gotas de mi colonia ochentera de Don algodón y le digo… ¡pero mira que eres guapa!

 

 

 

En fin, no sé si vamos o venimos. A veces me gustaría que me redujeran los muslos y me rasgaran los ojos, a veces me miro en el espejo y no me gusto mucho. Pero me he dado cuenta de que la vida es un instante, que mis ojos sonríen pese a que no siempre el camino es fácil, y que como decía aquella frase de El Principito, lo esencial es invisible a los ojos.

Reflexiones de una cincuenteañera espontánea en una mañana de domingo.

 

Feliz domingo.

Ah, que os quiero.

Eva García Aguilera