LOS BONMATÍ

LOS BONMATÍ
Eran otros tiempos. Aquellos en los que el médico llamaba a la puerta de nuestra casa acompañado de su maletín algo desgastado por el uso, repleto de todos los conocimientos que el estudio y las vivencias con los enfermos le habían dotado.
Todavía andaban los serenos por la calle cuando don Casimiro tocaba a la puerta de la casa de un barrio humilde de la ciudad. Era enero, hacía mucho frío. El relente le calaba los huesos, pero eso no le impidió salir de casa para comprobar que ese padre de familia con fiebres altas y erupciones en la piel se encontraba estable.
Las suelas de los zapatos de don Casimiro no se desgastaban como las del resto de los mortales. No, las del doctor se partían por mitad de la suela por el subir y bajar de escaleras infinitas, en aquella Cartagena de principios del siglo XX donde no había ascensores.
Aquella noche se quedó tranquilo. El enfermo mejoraba con el tratamiento. Tenía la certeza de que sería así, pero ante la intranquilidad de la esposa y viéndolo con sus propios ojos pudo volver a casa con esa sensación de estar haciendo bien las cosas.
Se despidió de la familia. Y cuando se acercó al enfermo dejó de manera disimulada unas monedas bajo la almohada.
Casimiro Bonmatí Azorín siempre lo hacía. La generosidad le acompañó eternamente. En su bolsillo siempre llevaba algo de dinero para ayudar a aquellas familias que rozaban la escasez para comer y sus necesidades básicas. Era un hombre excelente.
Vino al mundo en 1901, en una ciudad marítima del mediterráneo, Cartagena. Y en Cartagena falleció en 1966.
Desde la plaza de España hasta el cementerio de los Remedios caminó el cortejo fúnebre, llevando el féretro a hombros.
Dicen que no hubo en Cartagena un entierro como el de don Casimiro.
Y así me lo cuenta su nieta, que aunque ella tenía siete añitos cuando su abuelo se marchó, recuerda su bondad, su generosidad y el cariño con sus nietos.

Aure Bonmatí ama, adora a su familia. Los idolatra y admira. Se le nota en sus ojos cuando me cuenta un martes cualquiera por la mañana, arropadas por la calidez de una bonita cafetería de la ciudad, que en el documento de identidad de su abuelo lo describían como, hombre alto de pelo gris y mirada impávida.
Eva, me dice con los ojos muy abiertos, mi abuelo y mi padre fueron dotados con una inteligencia sobrenatural.
Ambos fueron médicos especializados en dermatología.
Su abuelo fundó en 1929 junto al doctor Gilabert, el Patronato Antituberculoso de Cartagena. Y fue número uno en ingresar por oposición en el Cuerpo de Inspectores Municipales de Sanidad del distrito de Murcia y número uno como dermatólogo del Estado.
Y fijaros la ironía. Siendo director del dispensario antivenéreo, presidente de Cruz Roja, miembro de la academia Española de dermatología y sifilografía…
¡Pues lo metieren en la cárcel por ser republicano, condenado a muerte!
Y, ¿os cuento una cosa? Tengo en mi poder una carta que Marañón escribió a su amigo cuando estaba en la cárcel. Le unía un gran amistad con Gregorio Marañón y Miguel de Unamuno.

Pero sigo con la historia…
Cartagena entera se rebeló, los ciudadanos se echaron a las calles, defendieron al hombre que había salvado tantas vidas. Y lo consiguieron.
Liberado de la cárcel, se le puso la condena de no poder ejercer la medicina al Estado durante veinte años.
Así que la ciudadanía que se había lanzado a las calles y salvado la vida de Casimiro Bonmatí, estuvo privada desde 1939 a 1959 del cuidado profesional de este médico humanista querido por todos. Pero con la suerte de saber que había una consulta en su casa que siempre estaría abierta para sanar y salvar vidas.
Un gran hombre, del que me cuenta su nieta con orgullo cómo resurgió los trovos en Cartagena, el Cante de las Minas, presidente del club de fútbol de Los Tigres y tantas y tantas cosas que nos faltaría tiempo para contarlas.
Le dejó un gran legado a mi padre, Eva. Mi padre siguió su estela y heredó esa inteligencia de mi abuelo.
Aure es la mayor de ocho hermanos. Me cuenta que ella fue muy deseada, llegó después de un aborto. Con la sonrisa que tiene y esos ojos tan despiertos me atrevo a asegurar que iluminó aquel hogar. Aunque lo de hija única no le duró demasiado. Comenzaron a llegar uno tras otro hasta siete más. La más pequeña falleció de muy niña. Dice Aure que nunca vio a su padre llorar con ese desconsuelo, de la impotencia de no haber podido salvarle la vida.
Casimiro Bonmatí Limorte llamaba a sus hijos por apelativos.
Aure era la perlica. Después llegó Nieves, la trastico. Mamen la casimirica. Dice que fue porque era la que más se parecía a su padre.
Por fin llegó el niño. Su padre ya estaba temblando al pensar que su apellido no continuaría. Ya sabéis, otros tiempos.
Y llegó Casimiro, el mecánico. Parece ser que rompía todos los juguetes. Después del chico volvió a venir otra niña, Pilar y a ella le siguió María Jesús, matutiniqui, que terminó quedándose en matu.
¡Y otro chico! Madre mía, señor Bonmatí, lo suyo era un no parar.
Llegó Pablo VII en la época en la que Pablo VI… Bueno, que los padres de Aure llenaron la casa de alegría y vida. Me cuenta que nunca echaron de menos tener amigos. Que no se mal interprete, pero que al estar todos tan unidos, jugando juntos, saliendo juntos, riendo, viajando, de vacaciones, nunca sintieron esa necesidad.
¡La de veces que entraron uno a uno en el cuarto oscuro! Era el lugar donde su padre guardaba las medicinas. Y es que, señor Bonmatí, ¿a quién se le ocurre tener la consulta en su propia casa?
Mientras él, que trataba a menudo enfermedades venéreas muy contagiosas y delicadas, y que era tan pulcro que bajaba a limpiar hasta el pomo de la puerta de entrada al edificio. O en otras ocasiones, el cáncer de piel para lo que se compró en Alemania una máquina única para la radioterapia… Pues imaginad de fondo aquello de, me ha quitado mi muñeca, matu me ha tirado del pelo, Pablo VII ha roto el coche de bomberos…
¡Si es que eran unos niños con ganas de jugar!
¿Y los veranos en Mar de Cristal? Tenía la familia una casa que no pasaba desapercibida. En su fachada estaba escrito el apellido familiar, BONMATÍ. Es un apellido catalán que significa buena mañana. Y se les ocurrió que un bonito sol en mitad de ese apellido quedaría genial.
Así que entre que se corría la voz de que había un médico en aquella casa, y muchos veraneantes de la zona, de Madrid y de otros puntos de España sufrían quemaduras por el sol, picaduras y alergias, aquello era un no parar.
Una vez, su padre, con la generosidad que le caracterizaba con sus pacientes, atendió a una chica que estaba muy enferma. Corría el año 68, y Casimiro hizo todo lo que estuvo en sus manos para curarla.
¡Eran los dueños de la fábrica de las galletas Cuétara!, me dice Aure. Te podrás imaginar Eva, las toneladas de campurrianas, bizcochos y galletas que llegaron a mi casa durante años. ¡Y los paseos en su barco!
Tiene que ser un orgullo ver a tu padre salvar vidas. Escuchar a los pacientes hablar de su generosidad y profesionalidad. Me cuenta su hija que entraban a la consulta casi llorando porque sabían que algo malo les pasaba, y salían tranquilos. El doctor les decía, sí, es un cáncer, pero yo se lo voy a curar.
Ese don, esa inteligencia que llegaba más allá, como contaba su hija, es lo que hizo de él un hombre admirado como médico. Igualmente, participaba de manera activa de cuántos eventos culturales, políticos y sociales ocurrían en su entorno.
Miembro del jurado en el Cante de las minas, en los juegos florales de Santa Lucía…
Se comenta que tardó en llegar el reconocimiento a su carrera profesional, pero llegó. En 1994 me cuenta su hija que fue nombrado Cartagenero del Año. Y que el día que le otorgaron el premio en una cena de gala en el restaurante Mare Nostrum, paseó desde su casa en la plaza de España hasta el lugar de celebración, con su capa española luciéndola con elegancia como un caballero a la antigua usanza, seguido de la Tuna.

Casimiro Bonmatí, republicano de corazón y de condición, pero que admiraba y respetaba la monarquía de don Juan Carlos. Y la familia conserva un regalo muy especial que un republicano le hizo antes de morir. La bandera republicana que portaban los brigadistas en la batalla de Belchite.

Porque este hombre, erudito, inteligente, cercano, generoso y volcado en su profesión, defendió este sistema político, pero siempre desde el respeto. Y quiero compartir con vosotros unas palabras que escuché y que podrían ser ejemplo de coherencia.
A la pregunta que le hicieron en un medio de comunicación sobre si mantenía la esperanza de que regresara a España un régimen republicano, contestó atusándose ese bigote que le aportaba una personalidad extraordinaria…
Si la república ha de venir, que sea por el deseo de la mayoría de los españoles. De ninguna manera que se imponga con ninguna violencia, ni física ni moral. Si la llegada de la república cuesta, no una vida, sino una gota de sangre, que no venga.
Casimiro Bonmatí, el hombre que cambió el miedo de sus enfermos por sonrisas. Que les decía sin dudar, os voy a curar. Que dibujó de esperanza el mundo de la medicina…
Un día en su consulta se descubrió un cáncer con un tacto rectal que el mismo se hizo. Y no lo contó. Era muy aprensivo, no sabemos si fue miedo, pero lo ocultó.
La vida a veces parece que se burla de nosotros, que es irónica. Pero el ser humano tiene una capacidad increíble de quedarse con lo bueno y de aprender de lo malo.
Falleció en 2012, acompañado de sus hijos. Esos hermanos unidos que todavía cuando pasean por las calles de la ciudad les dicen aquello de, qué gran médico fue tu padre

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