MI AMIGO MONCHO

MI AMIGO MONCHO
Moncho y Eva Mari fueron amigos desde el día en el que nacieron. Más preciso sería decir, que desde que iban en la barriguita de sus madres. Dentro de esos vientres donde se sentían protegidos ya comenzaron a pasear juntos, a escuchar las risas de Paco y Pedro, sus papis que verían sus caritas muy pronto.
Cuando la mamá de Moncho se puso de parto, en febrero del 73, Pedro no lo pensó dos veces y llamó a su gran amigo Paco para que la llevara al hospital.

Aguanta Antonia, le decía Paco, aguanta no te vayas a poner de parto en el coche.
Y aguantó, claro que aguantó. Ese día nació mi amigo Moncho, fuerte, sano y feliz. Sólo tuvo que esperar algo menos de dos meses para que su inseparable y primera amiga en su vida, Eva Mari, aterrizara por estos lares.
Aprendieron a gatear juntos, a coger rabietas en los carricoches y a quererse muchísimo.
La abuela de Moncho, Antolina, vivía en una bonita casa de planta baja frente a la pescadería del barrio de Santa Lucía. Era un conjunto de viviendas en las que se entraba por un gran arco. Esas casas todavía continúan, pero ya no es lo mismo.
Eva Mari recuerda las paredes del patio como con un estucado enorme, todo blanco impecable. En sus recuerdos se dibujan pequeños muros en los que jugaba sin parar y escalones en los que se sentaba con Moncho a hablar de sus cosas. Recuerda cogerle de la mano y llevarle de un lado a otro de aquel lugar increíble y proponerle juegos para partirse de risa.

Moncho le dice a su amiga que él recuerda aquellas bolas de cemento que servían de ornamentación sobre los muros, de color verde y que jugábamos a imaginar que íbamos en un barco o en un avión y que se sentía Robin Hood.
Eva Mari le dice que ella se sentía protegida, que le quería tanto, tanto, que sabía que nunca se separarían. Su mejor amigo, su amigo para siempre.
A veces reía y reía y con voz graciosa y poniéndole entonación musical le decía a todo el mundo, me voy a jugar con mi amigo Moncho, Moncho y yo vamos a casarnos, MI AMIGO MONCHO…
Bendita infancia, bendita niñez. Cumplimos juntos un montón de años; 1,2,4,7,9,11…

Sí, cumplimos. Eva Mari y Moncho fueron inseparables hasta que en 1985 Moncho se marchó a Rota con sus padres, un traslado laboral que llegó en plena pre adolescencia.
Nunca más volvieron a hablar.
***
Han pasado 38 años. En Cartagena huele a Semana Santa. Mi padre me cuenta que Moncho está en la ciudad y que su hija es una lectora empedernida de todo lo que escribo, que aunque vive en el Puerto de Santa María, en Cádiz, es cartagenera de pura cepa.
¿Que Moncho, qué, papá?, le digo entusiasmada.
Mi padre sonríe flojito y me da su número de teléfono.
¿Moncho?
¿Eva Mari?
Y allí estábamos, fundidos en un abrazo de esos que no hace falta decir nada, bajo la mirada atónita de su mujer y su hija. Bonita familia.
¿Sabéis lo que puede cundir una coca cola cuando hablas de mil cosas y te quieres poner al día con casi cuatro décadas de por medio?
Sí, ahora eran Eva y Ramón que se miraban y se contaban, sonreían y hablaban y hablaban. Los amigos de la infancia.

Nos hicimos una foto, ésta, y se la envié a mi padre, a Paco, el que ayudó y llevó a la madre de Moncho al hospital para que mi amigo naciera y compartir mil juegos juntos.
Con lo que os queríais y lo que habéis tardado en volver a veros, me dijo mi padre.
Pues, ¿sabes una cosa, papá? que le dije a Moncho hace poquito que esta historia nuestra teníamos que contarla. Es un bonito ejemplo de lo que es la amistad, así que hace poco volvimos a hablar largo y tendido y estate atento, te va a gustar.
Le pedí a Moncho que me contara lo que recordaba de nosotros y que yo le contaría mis recuerdos, que casi todos eran en casa de su abuela. Él dice que los suyos eran en mi casa y en el taller de mis padres, rodeado de cristal tallado y jolgorio.
En aquellos años, mientras yo decía a mis padres, quiero ir a ver a Moncho, él decía que quería ir a jugar con Eva Mari en la escalera mágica.
Sí, aquella escalera tenía una magia especial. Y sí, amigo, recuerdas bien aquella puerta de madera siempre abierta que unía el taller con la casa de mi abuela. Una escalera de escalones altos, de piedra gris y barandilla lo suficientemente ancha como para hacer de las nuestras. Subíamos a lo alto en silencio y con cuidado para no tocar la puerta y que saliera mi abuela con la zapatilla, nos sentábamos uno detrás del otro dejando caer nuestros culetes hasta llegar abajo.
Moncho, te reto a hacerlo la próxima vez que vengas. La casa todavía sigue siendo de la familia.
Estamos a un montón de kilómetros, hablando por teléfono y escribiendo watsapp para poder construir nuestra historia y le digo…
¿Sabes que cuando veo el video clip de la canción Qué bonito es querer, esos niños parecemos tú y yo?
El video es muy bonito. Salen unos niños pequeños, amigos, que son felices juntos hasta que ella se tiene que ir de la ciudad. Él subía al tejado y al final se reencuentran de adultos arriba, en aquel tejado, charlando tranquilos… ¡Tenéis que verlo!
Y me dice, ¿sabes que nos he visto a ti y a mí subidos en ese tejado charlando después de todos estos años?
Suspiro sin darme cuenta, sonrío y le confieso que yo nunca le he olvidado. Esa amistad tan bonita desde niños es el amor más puro que puede existir.
Moncho me dice que él tampoco me ha olvidado a mí, que cree en ese hilo rojo que mantiene a las personas conectadas y que siente que todavía sigo siendo su mejor amiga.
Yo también tengo una canción que cuando la escucho siempre me lleva a ti, me dice.
Sonrisas plateadas, de Cómplices. No sé por qué, quizá por tu sonrisa que siempre tuviste y que mantienes todavía, me dice Moncho.
¿Recuerdas mi sonrisa?, le pregunto asombrada.
Y me dice así sin más, recuerdo esos ojazos grandes en expectativa y tu sonrisa eterna. Si tuviera que hacer un retrato de mi amiga Eva Mari, de entonces, sería la alegría, felicidad contagiosa y esos ojos grandes y mofletes colorados.
Y entonces rompo a llorar, lo confieso. Porque me hace feliz su descripción. Que un amigo te recuerde así cuando han pasado tantos años. Y me alegra pensar que esos ojos y esa sonrisa que tenía de niña no los he perdido.
Dice que cuando lee mis relatos siente que el tiempo no ha pasado, que esa niña, su amiga, sigue ahí, contando historias.
¡Ay, mi Robin Hood!
Y en medio de los sentimientos encontrados y la conversación atropellada, escucho algo de que estuvo haciendo el servicio militar en Cartagena, que vino al taller de mis padres a comprar la cristalería de su boda y que mi padre le dijo que en unos años cerraría porque no había sucesores. Entonces me dice que entristeció, era la oportunidad de volvernos a cruzar y vernos alguna vez y con el cierre del negocio…
A ver, a ver, Ramón. Sí, Ramón, como hacen los padres cuando has hecho algo mal, llamarte por tu nombre.
¿Por qué no me llamaste cuando estabas aquí destinado? ¿En serio? ¿Tú sabes la de cafés y coca colas que nos hemos perdido? ¿Los paseos por la que fue la casa de tu abuela, por el barrio, por el faro de Curra?
Noto como mi amigo de la infancia intenta hablar, solapando mi discurso de reprimenda.
Shhh, ¡qué no he terminado! Vienes a comprar a la tienda de mis padres y no se te ocurre decirle algo a ellos, pedir mi teléfono…
Y entonces me contesta con una frase: EL MISTERIO DE LOS SERES ENTRAÑABLES.
Pues sí, a veces nos morimos de ganas de ver a personas que recordamos con cariño y pensamos que el paso del tiempo hace que nos olviden o que ya no les interesamos.
¡Pero nosotros no nos habíamos olvidado nunca!
Un huracán de emociones nos ha invadido de repente. Ahora ambos nos hemos callado con el teléfono en la mano. No sabemos qué decir, pero los dos sabemos que tenemos cosas pendientes, y ahora ya, no tenemos excusa.
Cuelgo el teléfono y me doy cuenta que de camino a mi habitación voy tarareando con aquella musiquita que inventé, mi amigo Moncho, mi amigo Moncho…
Ah, una cosa. Lo de Eva Mari y Moncho se queda entre nosotros, ¿entendido?
Ramón y Eva os desean feliz domingo. El valor de la amistad.
LA VENTANA DE EVA
EVA GARCÍA AGUILERA