LA NIÑA QUE SUBÍA A LOS ÁRBOLES DE MORERA

La Ventana de Eva
La Ventana de Eva
LA NIÑA QUE SUBÍA A LOS ÁRBOLES DE MORERA

LA NIÑA QUE SUBÍA A LOS ÁRBOLES DE MORERA

 

La niña de la trenza era pequeña, pero salía de casa y podían pasar horas hasta que volvía, no como hoy en día, que llevamos un control exagerado sobre nuestros hijos.

Eran otros tiempos, decimos ahora.

Siempre llevaba unas monedas en el bolsillo que le daba su abuelo, o del cambio que nunca devolvía a su madre cuando iba a comprar al supermercado de su barrio.

No era mucho, pero lo suficiente para entrar en la tienda de revistas, echar un vistazo al Tele Indiscreta y comprar cinco chuches de a peseta.

Dame una coca cola, una fresa, un chicle de bola y una…, no, uno de esos. No, espera, mejor dejo la coca cola y me llevo una nube.

 Ante ese paraíso de golosinas era difícil elegir.

¿Os cuento un secreto? La niña de la trenza hoy lleva el pelo largo y planchado hasta mitad de la espalda, y sigue siendo igual de indecisa. Cuando va a comprar un helado, los ojos se le abren mucho ante tanta variedad y colores. Y le dice al heladero, ¿puedo probar ese que lleva piña por encima?, ¿y ese que parece que lleva virutas de naranja? Ay, no sé si lo quiero grande o pequeño. ¿La leche merengada está granizada? Mejor ponme una horchata.

He dicho que hoy esa chica  lleva el pelo liso y planchado, salvo en verano, que se lo deja un poco a lo loco. Tiene una amiga peluquera que le dice que en verano no todo vale, pero a ella le da un poco igual.

De pequeña siempre llevaba el pelo recogido, porque tenía una melena de aúpa. Y las planchas del pelo todavía no habían llegado a nuestras vidas. Y creo que es por eso por lo que no se hace cola de caballo ni se recoge nunca el pelo. Quizá si probara,  le daría un toque sofisticado.

La niña de la trenza tenía dos primos de edades similares con los que jugaba a las canicas y a la peonza. A uno de ellos le encantaba subir a su casa y jugar a las cocinitas, escuchaban música y jugaban a los puños fuera de Mazinger Z.

También jugaba a la comba y al elástico con las niñas de su barrio, recorrían sus calles imaginando historias, y en la época de recoger dinero para el Domund, iba orgullosa cuando le tocaba en el cole una hucha con cabeza de negrito poniendo pegatinas a todas las personas que colaboraban.

Los escalones de las viviendas o los jardincitos de las plantas bajas de su calle eran el paraíso. Allí con sus amigas hacía pulseras con aquellos hilos de colores, que hoy ni con un video de youtube ha sido capaz de hacer una. ¡Y se ha comprado un montón de esos hilos de plástico! Seguro que con lo tenaz que es algún día lo consigue.

En el colegio de las monjas hacía punto de cruz. Uf, qué horror, lo detestaba. ¿Pero qué era eso de hacer dobladillos, vainica y no sé cuántas cosas más? A veces, ante su desolación, su madre le echaba una mano.

Una vez hizo una bufanda con lana y dos agujas de molde. Eso no le pareció tan mal. Se ponía como una abuela cualquiera en la mecedora y al menos veía avance.

Lo cierto es que somos lo que vivimos en la infancia, y hoy cuando se le cae un botón de una camisa o su hija le dice que si le mete el dobladillo a un pantalón, de su boca aparecen aquellos signos de los tebeos. ¡Vamos, que monta un drama!

Hace unos días, la niña de la trenza que ya es una mujer hecha y derecha… Un inciso, un poco locuela está, y se siente orgullosa. Le gusta vestir de colorines, cantar fuerte en el coche, sacar momentos a la vida y no ha perdido la ilusión por las cosas pequeñas.

Pues que hace unos días pasó por un lugar donde había grandes árboles de morera. ¡Morera, madre mía!

En el colegio de la calle donde vivía de pequeña había muchísimos árboles. Pero había que subir a un pollete y agarrarse a una verja verde para poder arrancar las hojas de morera y alimentar a los gusanos de seda que tenía en casa, en una caja de zapatos con agujeros en la tapa para que pudieran respirar. Y, a ver, la chica de la trenza muy hábil para subir a las alturas nunca fue. Y sobre todo porque había una señora que tenía un quiosco de golosinas dentro del colegio y desde la ventana vigilaba para que no maltrataran los árboles. Imaginar la tensión de subir y una vez arriba escuchar las amenazas de aquella señora que muy simpática no era. Subía, pero no cogía las suficientes hojas para sus gusanos hambrientos. Al final su madre le compraba una bolsa en la puerta del mercado de abastos y los gusanos comían y comían. Le daban un poco de asquete, pero el proceso cuando hacían el capullo era genial. Nunca consiguió que el ciclo de la vida de estos bichos se completara en la caja de cartón. Igual era porque agitaba los capullos para investigar.

Y hace unos días, los recuerdos afloraron, y sobre todo la sorpresa de comprobar a su edad el resultado real de aquellos gusanos blanquecinos de sus años de niña.

Y es que cuando te cruzas con personas longevas y ven tu ilusión ante un árbol de morera, ellos también rebuscan en aquellos tiempos, en la antigüedad, cuando…

La seda se elaboraba a partir del material que usaban  los gusanos de seda  para hacer sus capullos. Los capullos se recolectaban y se limpiaban y para no estropear las fibras de seda, era necesario matar a los insectos de su interior. Se introducían los capullos en agua hirviendo y de ese modo las hebras se desenredaban fácilmente para formar madejas. Las madejas se cocían y se blanqueaban con agua y jabón, así le quitaban las asperezas y se secaban al sol. Las madejas se podían teñir usando tintes naturales  y para el tejido de la seda se usaba un telar, entrelazando los hilos.

 

La niña curiosa de la trenza nunca ha dejado de observar y querer saber, de agarrarse a esas historias que de manera casual, o no, se cruzan en su camino.

Hace un par de meses fue su cumpleaños y en la tarjeta de felicitación de sus amigas decía…

A MI OSO AMOROSO EN NUBES DE PURPURINA

Un portalápices y un lápiz que pinta los colores del arcoíris acompañaban a la tarjeta.

Los osos amorosos eran de colores y en la tripita uno llevaba un sol, otro dos corazones rosas, un trébol verde, un arcoíris, un pastel , una luna …

Y todos, todos, olían genial. Siempre sonreían y pintaban la vida de la niña de la trenza de sus colores preferidos.

 

Dicen que cuando algo o alguien te provoca esas sensaciones, se quedan para siempre. Por eso la niña de la trenza que acaba de estrenar sus 51, tiene una colección de personas bonitas que la llenan de emociones.

Y ya se va haciendo la hora de despedirnos, voy a recogerme el pelo en una trenza, que hace una tarde preciosa para tomar un helado de…, de lo que sea. Y quizá encuentre una persona bonita que me cuente una historia de las que me encanta compartir con vosotros, cuando los domingos a las nueve, abro mi ventana de par en par.

FELIZ DOMINGO

EVA GARCÍA AGUILERA