LA PASTELERÍA DE MI INFANCIA

LA PASTELERÍA DE MI INFANCIA
La niña llevaba con las manos pegadas al escaparate de la pastelería más de diez minutos. En silencio, sin decir nada. Su cara se reflejaba en el cristal. Le devolvía su sonrisa ilusionada, sus mejillas coloradas. Estaba tan cerca, tan cerca, que podía haber dibujado una mariposa, de sus favoritas, sobre ese trocito de escaparate que había quedado empañado, fruto de sus suspiros.
Se imaginó dentro, de la mano de su padre. Esta vez no iba lloriqueando diciendo que estaba cansada de andar y que le comprara una moneda de chocolate. Estaba tranquila, emocionada, como si hiciera más de cuatro décadas que no hubiera estado allí. Y eso hubiera sido muy raro, pues ella no tenía más de seis o siete años.
Los ojos se le dibujaron del color morado de las violetas, sus caramelos favoritos. Se los traían de Madrid cuando su familia venía de visita a su ciudad o sus padres regresaban de allí por negocios.
Pero no sólo había violetas, las bolsitas de celofán rebosaban de…

Eva, Eva, ¿te vas a quedar ahí pegada toda la tarde? Si te ha gustado algo, pasa y cómpralo.
Despierta la adulta y desaparece la niña. ¿Cómo? ¿Eso lo he escrito yo?
Sí, es cierto que volví con la voz de mi chico, pero no, no desapareció la niña. Ya me encargo yo de no dejarla escapar. Y aunque a veces siento que se quiere emancipar, yo la agarro hacia mi pecho. Juntas, somos más fuertes. Somos ese nexo entre la cobardía y la valentía, los pies en la tierra y los sueños, Peter Pan y Campanilla, la timidez y el desparpajo.
Mi chico y yo habíamos jugado a perdernos por las callejuelas estrechas de una ciudad muy lejana a la mía. Por las que estaban repletas de gente que iba y venía, pero también por las menos transitadas. Y fue justo allí cuando me encontré con aquella pastelería de las de antes. Con fachada arañada por el paso del tiempo, con mostradores que tendrían tantos años como yo. Y despertó, despertó Peter Pan, despertaron la valentía y los sueños, despertaron los recuerdos.
Los recuerdos, qué regalo más extraordinario. Llegan sin avisar, por una canción, un olor o un sabor. Te cogen de la mano y te llevan de viaje a aquel momento donde abrías esa naranja a gajos de caramelo, que casi no te cabía en la boca. Cogías uno, y la recomponías para que siguiera igual de bonita. Le dabas una vueltecita arriba al papel transparente y luego la enrollabas con ese hilo verde con el que le hacías una lazada perfecta para poder volver a abrirla después, sin esfuerzo. También las había de limón, pero para mí las naranjas eran únicas.
Cuando crucé el umbral de aquella puerta estrecha de madera noté que no me llegaban las manos al mostrador. Otra vez había vuelto la niña. La niña y la adulta, la adulta y la niña.
Noté que había personas que entraban y salían. Con un barra de pan, un pastel… Y mientras tanto, yo miraba las bolsitas de anises recordando su sabor, y algo que ponía en un cartel que eran mimosas. Nunca las llamé así. Eran esos anises de colores cubiertos de algo rugosillo que primero mordisqueabas y luego te comías lo de dentro.
¡Las perlas plateadas! No sé vosotros, pero cuando yo era pequeña en las tartas de las bodas y las comuniones las colocaban encima del merengue, como para darle glamour, igual que aquellas florecitas de colores que parecía que comías papel y se deshacían en la boca.
Cuando estaban partiendo la tarta yo decía, porfa porfa, que me toque perlita y flor, que me toque perlita y flor.
Y allí estaba yo, frente a un festival de perlas plateadas, de anisetes grandes y pequeños, de lilas, lenguas de gato.
¡Toda mi infancia en un escaparate de una pastelería perdida en una calle solitaria!

Es un tesoro todo lo que tenéis aquí, manteniendo o recuperando las tradiciones, le dije al dueño.
Una señora que había entrado a comprar otras cosas, no sé si contagiada por mi ilusión miró hacia el escaparate y afirmó, que sí, que la verdad es que ella hacía años que no veía todos esos caramelos. Pero ella no llevaba a su Peter Pan, ni a su niña interior. Porque pagó y se marchó sin más.
Hasta tres veces volví a entrar y salir de la pastelería. Salía con las lilas y los anises y me quedaba mirando de nuevo el escaparate.
Entraba a por las lenguas de gato y las perlitas, y salía como si estuviera dejando la mitad de mi niñez dentro.
¿Y si pasas y lo compras todo de una vez?, me dijo mi chico.
Y sí, eso hice, salí con mi bolsa cargada y feliz, bajo la mirada de esa pareja que regentaba la pastelería y los ojos de mi chico clavados en mí.
Mi Peter Pan me guiñó un ojo y sí, se llevó de premio la perlita plateada. Siempre, sin soltarme de su mano.

FELIZ DOMINGO